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Las Raíces del Viento, Monografía de <strong>Celaya</strong><br />
48<br />
pueblo de la Asumpción, Nuestra Señora, donde los indios venera al santo Cristo del Zapote, muy<br />
mentado, Señor al que le crecen las barbas y las uñas como a cualquier hijo de iglesia, habría que<br />
ver a ciertos frailes que han hecho fortuna, me han contado, a expensas de los indios y las indias.<br />
Pero para eso están allí los agustinos, ellos serán quienes continúen en esta Reducción, es decir,<br />
conversión, apoyo, conducción de todos los indígenas Nñan-nñús, otomites, purembes, pames,<br />
guachichiles ¡vaya términos!<br />
Habrá llegado hasta aquellos rincones de nopaleras y mezquites esa voz, escrita y<br />
pronunciada en poderosos caracteres, formas alzevirianas en implacables símbolos, pensados,<br />
dichos en nombre de los cerros dormidos bajo las escaras de sus lomos, de hierbas y de rocas, y los<br />
estanques de silencio, los charcos de rumores que nadie imaginara allí jamás en el Gran Teatro del<br />
Mundo de los Madriles ahora de los Austria, perdidos ecos de aves en llanos y ramajes del más allá,<br />
hombros de montes amaneciendo mojados en nuevas tintas de verdes y morados en que se revela<br />
la mañana, el orto, los dos crepúsculo: el de la Paloma y el del Cuervo. ¡Que comience!<br />
Nattahí, la antigua aldea de las tribus chichimecas del Bajío, y el pueblo de la Asunción,<br />
donde desde 1542 ya había una capilla de indios fundada, igual que la tranquila población, por fray<br />
Juan de san Miguel, guardián del convento de San Francisco de Apaseo, amanecieron temblando<br />
debido a la presencia del Virrey Don Martín Enríquez de Almanza, quien, investido con todo el<br />
esplendor de un gobernante, estaba en pie de lucha contra las naciones bárbaras del norte, que<br />
habían venido hasta el Atlayahualco, como se le dominaba a aquella inmensa región de valles y<br />
llanuras regadas por el gran río, y se ocultaban en los bosques y barrancas, siempre con el mal<br />
ánimo de pasar a cuchillo a quien se les pusiera enfrente, así fuese indio lerdo, fraile o soldado de<br />
Su Majestad. A esas horas del hermoso día, pese a sus magras carnes, se le veía un poco fatigado,<br />
pero sin doblar el recio espíritu ante el acontecimiento que le acababan de anunciar: la venida de<br />
una silueta, la cual, a medida que se aproximaba, decía ser claramente la de un hombre herido, por<br />
la manera de sostenerse sobre sus pasos débiles. Sólo faltaba definir si era de indígena o de “gente<br />
de razón”, en el “piadoso” decir de todos los que allí andaban buscando hacer méritos en la reparación<br />
de los arreos de las bestias que a todas partes llevaban al Señor. El hombre se veía disminuido,<br />
sí. Ya estaba muy cerca del recientemente edificado presidio al que el doctor de Sandi bautizó<br />
cristianamente con el nombre de San Nicolás de los Esquiros, no lejos del Gran Río de los Perros<br />
o Río de San Miguel o río Izquinapan. Éstos habían sido los proyectos de los Virreyes anteriores<br />
Luis de Velasco, padre, y Gastón de Peralta el marqués de Falces: armar los caminos y los vientos,<br />
para que las carretas y las recuas que continuamente transitaban por la “Ruta de la Plata”, entre<br />
Zacatecas y la capital del Reino, lo hicieran con singular seguridad. Los bárbaros del Norte no<br />
cejaban en su empeño de acercarse a Madetzana…: la Ciudad de México. Por eso, aquella mañana<br />
en que las huestes de Don Martino -como le llamaban en su séquito- vieron llegar al hombre,<br />
temieron lo peor para los pacíficos habitantes de la aldea otomí y del otro pobladillo en el que<br />
veneraban al Santo Cristo del Zapote. Continuaron dudando de si sería español o si sería un indio<br />
de los muchos que servían en las estancias ganaderas de los estancieros. Sin embargo, al llegar<br />
aquél frente a la puerta del presidio, supieron que era de Carrión de los Infante, allá en la Alta