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Historia de la Fundación<br />
Martín del Toro, hijo de Pedro Martín de los Ángeles, se involucró a favor de los invasores acaso<br />
como ninguno otro de su tierra lo había hecho, e invitó a otros caciques a que se unieran a la guerra<br />
contra las tribus “sanguinarias” que se resistían a dejarse dominar. Varios le hicieron caso, otros<br />
no. Entre quienes optaron por permitirle a España continuar su conquista, se hallaba un tal<br />
Marcos Felipe, con título de general. Y un Sebastián Hernández, hecho todo un señor capitán<br />
contra los inocentes de las comunidades que, sin misericordia, solían pasar a cuchillo por el solo<br />
delito de resistirse al avance de la Corona. Otros de estos malos hermanos de su raza, fueron<br />
Joseph Enríquez, Rafael de la Cruz, Ramón Juan, todos ellos caciques otomíes, hombres del color<br />
de la tierra y portadores de la antigua palabra, pero rebeldes a su propio origen, por el interés de<br />
poseer una espada, un caballo, un broche, un cinto, una ropa distinta, cruz de oro y algún día una<br />
encomienda.<br />
Por veredas inhóspitas y caminos abiertos a su paso, se fueron internando poco a poco<br />
hasta lugares tan alejados de la capital de la Nueva España como El Mezquital de Apaseo, Caracheo,<br />
junto al cerro Guuhmadi o de Culiacán, enfrentándose contra los guachichiles, guamares,<br />
pames y copuces, que bajaban a hacer de las suyas desde el norte del Tunal (San Luis Potosí y Zacatecas).<br />
De esta manera, entre “civilizar una nación” y exterminar a otra, de acuerdo a los intereses<br />
de sus nuevos amos, los capitanes otomites fueron apoderándose y poniendo en orden algunas<br />
comunidades nativas que aparentemente no estaban de acuerdo con sus expediciones. Y dicho<br />
señor del Toro prosiguió ayudando al descubrimiento y conquista española de la Gran Chichimeca,<br />
acompañado por quienes lo seguían, tanto de razón como indígena, y así reformaron y sometieron,<br />
a su modo, los pueblos de: AntheTtehez, Mamehe, Geushma di, AnTheHuada, Xacona, San<br />
Jerónimo, los puertos a los que los de razón llamaron El Montecillo y El Potrero, San Jerónimo, San<br />
Pedro, Los Morales, Lerma y otros más, que en lengua otomí eran conocidos como An-dar ja-bí,<br />
An- da-que, An-than-ttaye, (An-tta-phi, An- Ttzi y An-ta-yo-cha-do. Llegaron lejos, hasta lo que<br />
nombraron Charco Azul (Zacatecas) y un distrito al que decidieron que se llamara Sombrerete y<br />
otro Guadiana, y luego estuvieron más acá, donde, muchos años después, entre unos y otros sería<br />
sellada la paz entre las tierras de San Miguel el Grande y Xichú.<br />
Por supuesto que en estas entradas de “pacificación”, Pedro Martín guió a sus huestes<br />
hasta la villa de Santa Fe, donde vencieron, dejando moradores de los suyos en este lugar y fue<br />
cuando se descubrieron las novedosas minas. Y como todo, tras las hazañas, vino la recompensa:<br />
Pedro Martín de Toro y los suyos se retiraron a habitar en los vencidos y aterrorizados pueblos<br />
chichimecas. Por sus méritos, los hombres de razón les permitieron continuar usando ropa como<br />
la de ellos y guardar las espadas y quedarse con los caballos y la guarnición de los arneses, así<br />
como con el derecho de invocar a Santiago apóstol en noches de mucha estrella y lumbres raras.<br />
Inclusive, se llegó al extremo, por parte del ambicioso hispano, de coronar como cacique o rey<br />
imaginario al enloquecido Pedro, en un festival que se prolongó durante varios días, antes de de<br />
que aquél, con sus hijos y una buena parte de sus tropas, se mudara a Santiago de Querétaro. Eran<br />
los tiempos del 1534, 35 y 36, cuando el virrey Don Luis de Velasco, padre, en nombre de la España<br />
de la expansión de la Corona, comenzó a repartir estancias de terreno para ganado mayor y menor,<br />
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