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CRÓNICA DE LOS NIÑOS ASESINADOS:<br />
UNA HISTORIA PARA LA POSTERIDAD<br />
Y LA VERGÜENZA<br />
El miércoles 19 de diciembre del año 2007, en <strong>Celaya</strong>, Gto., el mundo entero se estremeció<br />
tras la noticia del asesinato de dos niños: Georgina Corona San Antonio, de 12 años. Y Luis<br />
Enrique Corona Betancourt, de 13. El estallido del rumor iluminó todas las puertas, movió los<br />
labios, la sociedad se condolió. El doble crimen sucedió a manos de Juan José Esquivel Hernández<br />
y Gustavo Campa Hernández, primos hermanos, albañiles de 21 años de edad y compañeros del<br />
alcohol y la droga en aquella noche. Los por nadie jamás imaginados hechos que han abierto una<br />
herida muy grande a la mitad del corazón de todo un pueblo ansioso de vivir en paz, rasgaron la<br />
tela de ese oscuro velo tras el cual los hombres de ayer y hoy hemos vivido. Se cree que iban ebrios.<br />
También se supone que drogados. La tarde era la noche en que escribieron con sangre, y en mayúsculas,<br />
el nombre del horror. Los niños habían asistido, el martes 18 por la tarde, a una fiesta navideña<br />
en la colonia de Las Flores. Y a la salida, acompañaron a un amigo hasta su casa y fue en ese<br />
tránsito cuando, a las afueras del centro comercial ubicado en la salida a Salvatierra, los jóvenes<br />
asesinos los estaban mirando, con la hipócrita baba de la crueldad y la lascivia chorreándoles por<br />
dentro: su moral, ésa, la única... Reinaba ya la oscuridad. La madrugada del 19 encontraría los<br />
cuerpos desangrados. La brutalidad de una conducta inexplicable, de esas que no se aprenden en<br />
ningún hogar, ni escuela, acaso sólo en la televisión o en el silencio. El maestro Daniel Federico<br />
Chowell Arenas, Procurador de Justicia del estado de Guanajuato, no durmió. Sólo tenía una meta:<br />
hallar a los culpables lo más pronto posible, en coordinación con los elementos de la Guardia<br />
Municipal y su director, el mayor Prisciliano Mandujano. Todos respiraron cuando una llamada de<br />
emergencia al 066 puso en alerta a los elementos, quienes de inmediato se trasladaron hasta el<br />
domicilio, hacia el norte, donde se pedía una ambulancia para el joven que se quería matar. Alguien<br />
lloraba por teléfono, insistiendo en que su hijo Gustavo Campa Hernández estaba a punto de<br />
morir. La noche ardía en los colmillos y las lenguas de los lobos de las miradas asesinas. ¿Qué<br />
cuervo los empujó a cometer su fechoría? Sólo Dios, que es universo y mente, nos lo podría decir<br />
o escribir en un tren de blancas nubes el próximo verano. Los niños eran estudiantes en la secundaria<br />
Núm 5 “Salvador Zúñiga Cardona”. Ambos ajenos y lejanos a lo que su suerte o el destino les<br />
había reservado de la manera más cruel y despiadada. De sus asesinos poco se sabe, sólo que eran<br />
primos y que uno de ellos, Gustavo, la noche del 20, atormentado por el dolor de la conciencia, se<br />
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