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Al Furor de las Palabras<br />
al Vaticano en la época de Pío XII; según otros, en honor y a la memoria de un amigo celayense,<br />
con quien solía charlar y pasear mucho, en la década de los cuarenta, cuando escribió su Historia<br />
de la ciudad de <strong>Celaya</strong>. De ser verdad este libro, seguramente se dan en él grandes noticias del espíritu<br />
amoroso y amable, luminoso y sensible, culto e inquieto como el mismo temporal, que, como un<br />
rumor de vidrios en el agua, habitaba en el: Todo esencia. Todo luz. Todo constancia para las cosas<br />
que trascienden.<br />
LITERATURA Y ORFANDAD<br />
A los 21 años perdió a su padre, el guanajuatense (de Acámbaro) don José María Velasco,<br />
homónimo del gran paisajista mexicano de Temascalcingo, Edo. de México, tío del también<br />
reconocido locutor, periodista y conductor de televisión, Raúl Velasco. Luis estudiaba para sacerdote,<br />
en Tlalpan, y tuvo que dejar la teología para dedicarse de lleno a trabajar, pues su familia lo<br />
necesitaba demasiado, se habían quedado sin aquel brazo fuerte; sin aquélla columna, la casa familiar<br />
se derrumbaba y él tuvo que sustituir a don “Chemita”, como cariñosamente en toda la colonia<br />
llamaban a aquel hombre. Entonces ingresó a la compañía alemana Sínger, de máquinas de coser,<br />
donde fue el mejor agente vendedor, y su hermano José a una institución bancaria, y posteriormente<br />
también metieron allí a su cuñado Eduardo Iglesias (casado con Aurora), sólo que el banco los<br />
mandó a estos dos últimos al Puerto de Veracruz, mientras Luis rodaba por las colonias y los<br />
pueblos, ofreciendo las novedosas máquinas, aunque nunca abandonó su regusto por la buena<br />
literatura y aquella pasión insólita por la pintura y el teatro clásico, que, como la luz al fuego, lo<br />
envolvía; como el aroma al fruto, lo alentaba. Sonriente y serio; amable y nunca dispuesto a dejar<br />
nada para después, se abrió camino a lo largo de toda la república. Era una especie de geógrafo<br />
ambulante, de poeta, de místico, que, mientras colocaba algún pedido o arreglaba él mismo el<br />
caracol, una bobina, la barra, el pedal, la banda, la cabeza de las máquinas, iba trazando los caminos<br />
que posteriormente recordaría para escribir sus libros. Cuántas amistades debió haber hecho<br />
entonces: en casas modestas y en mansiones, comiendo en los mercados y en las fondas, durmiendo<br />
en humildes posadas o a veces no durmiendo por pasarse la noche en algún libro.<br />
¡CUÁNTO AMABA LOS LIBROS!<br />
Cuando apenas contaba con diez años, sus padres: doña Columba Mendoza y don José<br />
María Velasco, junto con sus otros cuatro hijos: Beatriz, José, Aurora y Columba, decidieron<br />
mudarse a vivir a la Ciudad de México, cerca de la colonia Santa María la Ribera, la de la alameda<br />
del hermoso kiosco morisco, la de los enamorados y los artistas soñadores, la que sirvió, también,<br />
como marco para que un futuro presidente de México se casara con su hermana Beatriz, enloquecido<br />
por aquellos incomparables ojos del color del cielo. Allá se fueron a radicar, con la ilusión de<br />
darles a sus hijos un mejor futuro. Los muchachos crecían y doña Columba y don Chema pensaron<br />
que era lo mejor: dejar <strong>Celaya</strong>, acaso para siempre. Luisito iba muy serio en el tren que pitaba y<br />
echaba mucho humo en cada estación. Era como si de pronto lo hubiera agarrado la tristeza. Una<br />
extraña tristeza o melancolía por lo que atrás, quién sabe qué tan lejos, se le fue quedando. Allí<br />
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