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Las Raíces del Viento, Monografía de <strong>Celaya</strong><br />
50<br />
“perros en mecate”, como también llamaban los invasores a estos “brutos”. Don Martino no permitía<br />
que nadie fuera al frente. Él y su séquito siempre iban adelante. La mañana ardía sobre la luz<br />
que, de pronto, se transformó en una ancha burbuja de vidrio feble donde uno que otro trino de<br />
pájaro se reventaba en mares de dulzura, mientras el caserío temblaba por los dos motivos: la<br />
presencia del Poderoso y la posibilidad de un nuevo ataque.<br />
Las tardes eran de terciopelo anaranjado, posando su oro secular sobre los mezquites<br />
y las rocas. El combate contra las tribus chichimecas no había dejado más de cinco muertos españoles,<br />
frente a más de cien de los rebeldes colorados. Los fortines del presidio, aquéllos altos<br />
muros, las ballestas silbantes, los arcabuces con sus gatillos recién puestos en grasa y hasta el<br />
nuevo cañón traído de Querétaro, dejaron bien claro cuáles eran y seguirían siendo sus funciones.<br />
Don Martín fumaba serenamente, al ritmo de un renqueante tamborcillo que más allá de su<br />
caravanserrallo alguien se empeñaba en hacerle sacar el alma, aporreándolo, mientras declamaba<br />
algunos octosílabos vulgares de Los siete Infantes de Lara:<br />
Los hijos de doña Sancha<br />
mal abaldonado me han:<br />
que me cortarían las faldas<br />
por vergonzoso lugar<br />
me pondrían rueca en cinta<br />
y me la harían hilar,<br />
y cebarían sus halcones<br />
dentro de mi paloma.<br />
Había hecho venir a Francisco de Sandi, teniente de Capitán General, quien radicaba en<br />
San Miguel el Grande al frente de sus huestes en perpetua guerra contra los indios bárbaros.<br />
También mandó llamar a Juan Torres de Lagunas, alcalde mayor de Guanajuato, para que le ayudaran<br />
a pensar en una solución: algunos encomenderos le pedían fundar un pueblo ¡otro!, pero ahora<br />
sólo de españoles, allí mismo, a la vera del caudaloso río, entre el mezquital de Apaseo y el monte<br />
al que los naturales daban el nombre de Abechuato, que enfrente aparecía cual una nave al pairo, en<br />
solfa de azules verdes y de verdes índigos, sombras de gris aspecto y ondulaciones singulares en la<br />
reverberación de la llanura. No era mala la idea, pero habría que discutirla, analizarla, meditarla,<br />
medir su peso y condición. El maldito tambor no dejaba de toser bajo las palmas del artista, el cual<br />
entre verso y verso también metía lo suyo, muy al modo de aquéllos a quienes la envidia toca y<br />
aporrea hasta que sueltan su rumor:<br />
Le piden a Su Excelencia<br />
una villa bajo el cielo,<br />
para que Dios favorezca<br />
a la viuda de Beleño.<br />
Cristóbal Sánchez, Juan Franco,