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Las Raíces del Viento, Monografía de <strong>Celaya</strong><br />
86<br />
era contra el gobierno, al que, por otra parte, ya se le notaban las negras intenciones de prolongarse,<br />
tal lo relataban los anónimos:<br />
Por bando nacional, ya promulgado,<br />
sepa toda la gente,<br />
que el pueblo que está aquí representado<br />
sacó de Presidente<br />
al que en la presidencia está sentado<br />
y seguirá sentado eternamente.<br />
Mancera se había levantado en armas en 1878, y ya para 1881, durante el período presidencial<br />
del general Manuel González, la orden de muerte contra él había sido dada a través de<br />
Manuel Muñoz Ledo, gobernador de Guanajuato y gran amigo (como todos los gobernadores) de<br />
aquel Presidente y sus adláteres.<br />
EL PRECIO POR SU CABEZA<br />
Trescientos pesos en oro era el precio que se ofrecía por la cabeza del rebelde, y Dionisio<br />
Catalán, Jefe Político de <strong>Celaya</strong> y Comandante de Policía y Capitán de Caballería del Estado<br />
de Guanajuato desde el efímero período gubernamental de Manuel Leal, éste no hallaba cómo<br />
quedar bien con el gobierno y con los terratenientes, la Iglesia rica y las elites que se sentían con el<br />
derecho de sentarse a la derecha de Dios a juzgar a los hombres. Catalán era español, como españoles<br />
eran varios de lo que le exigirían que cumpliera la orden presidencial. Se esmeraba en<br />
quedar bien con todos, pero principalmente en salvaguardar su futuro político, ya que las habilidades<br />
de don Porfirio auguraban que el oaxaqueño regresaría al timón del mando. Algunos le decían<br />
que era inútil perseguirlo, porque aquel ranchero belicoso era el mismo diablo; otros le aconsejaban<br />
no ceder en su empeño, abrillantándole el ego al recordarle el agradecimiento de que sería<br />
objeto por parte del gobernador y el Presidente. Sin embargo, nadie sabía a ciencia cierta dónde se<br />
ocultaba el tal Mancera: si en los cerros agustinos o en el cerro de Jáuregui, si en las cañadas de la<br />
Gavia o en las estribaciones de la Sierra Madre de Michoacán. Las largas pausas de silencio que de<br />
repente se dejaban sentir en toda la región, hacían creer que Valentín Mancera ya había abandonado<br />
la causa o que de plano ya estaba muerto, pero no, ni había abandonado la lucha ni estaba<br />
muerto, sencillamente se retiraba a los montes a reorganizarse, en tanto que varios arrieros de sus<br />
cuadrillas y curas de su mayor confianza, repartían entre los pobres el fruto de sus vistas a las<br />
haciendas y graneros, tiendas y casas solariegas. En realidad, él nunca abandonó <strong>Celaya</strong>, aunque<br />
con disfraces diferentes, por no ser reconocido por nadie, solía pasearse por sus calles y plazoletas,<br />
entraba a los templos, se sentaba en el jardín, conversaba con amigos y sacerdotes que se mantenían<br />
al tanto de sus bienhechoras incursiones. El resto de las personas no lo reconocían, excepto<br />
Sanjuana Márquez, la mujer a quien tanto amó. Ésta vivía en la calle de La Humildad, del barrio de<br />
San Juan de Dios, con su madre y una hermana de nombre Maria Virginia. En el fondo, las dos<br />
muchachas eran ambiciosas, pues, a pesar de que Valentín no las tenía desamparadas, apenas