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Floreció el Vergel... Sarita Montoya<br />
la comida les sirvieron, acaso para matar un poco el tufo a esperma de las mil veladoras de la sala<br />
contigua, que era el oratorio particular de la escritora. La buscaron entre los gatos y las Vírgenes.<br />
En los tallos del rododendro y la magnolia. En un rumor de helechos desgobernados por el poder<br />
del aire. Lucharon por hallarla en los efluvios. Y en una pared de láudano, invisible y altísima,<br />
frente a la que ella se sentía feliz como una giganta inmune al matrimonio. En los naranjales y atrás<br />
de cada trasto. Se les perdió en el alma de los albaricoqueros derramados. Se la comieron los<br />
baúles... Se la bebió la intimidad. La amordazó el silencio. Les fue prohibida esa palabra en cada<br />
arco donde los liquidámbares eran fúlgidos. En los ojos humildes de los huérfanos. En cada perro<br />
San Bernardo ladrándole a las lunas de todos los roperos. En el iris salpicado de rayitas azules de<br />
José, su colaborador y amigo, administrador y mayordomo. Pero por ninguna parte la encontraron.<br />
En ningún cuadro de ella con el gobernador. De ella con el alcalde. De ella con el obispo. De ella<br />
con el príncipe. De ella con el rey. De ella con la primera ministra. De ella con los locutores. De<br />
ella con los cantantes de ranchero. De ella con los líderes. De ella con los políticos. De ella con los<br />
académicos. Les fue vedada. Se ahogó en el pozo o se la robaron los fantasmas que viven con los<br />
murciélagos donde los siglos y los sillones se acumulan, mientras ella, Sarita, antes de acostarse<br />
recorre esos imperios en perfecto estado de sus facultades estrambóticas.<br />
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