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Las Raíces del Viento, Monografía de <strong>Celaya</strong><br />
56<br />
ban dos caminos. La población hispana se movía tumultuosa al paso de los heraldos que por<br />
doquier bramaban la noticia: La villa sería nombrada Muy Noble y Leal Ciudad. Todas las clases lo<br />
decían, a lengua suelta lo derramaban las campanas. Pero faltaba un pero: pagar dos mil pesos en<br />
oro por el título, y, como en todo lo que reviste al ser humano, unos daban razones para juntar el<br />
monto lo más pronto posible y otros que hasta que recibieran oficios del virrey. El colmo: había<br />
llovido toda la semana y los canales no permitían el paso para ir a visitar a los vecinos de los<br />
pueblos para informarles cuánto sería la suma, que, por igual, pobres y ricos pagarían. Los desheredados<br />
se quejaban, y con razón, echando pestes contra todos los que ya se sentían “nobles y<br />
leales”, y aunque los padres les decían que no se preocuparan, porque Dios tenía la costumbre de<br />
ayudar al mísero porque los ricos pueden ayudarse a sí mismos, algunos se consolaban, tragándose<br />
este cuento y otros, en cambio, coyotes y moriscos, lobos y hasta españoles de “padre desconocido<br />
y madre popular”, según el habla de la plebe, sólo se carcajeaban, lanzando versos a la manera del<br />
romance:<br />
Por dos mil pesos en oro<br />
-¡y le pese a quien le pese!hay<br />
que destruir el nido<br />
para que los cuervos vuelen.<br />
Era la novedad entre la gente, el hecho ilustre, acorde con la infinita devoción a la<br />
Madona Inmaculata, que desde 1573 los franciscanos custodiaban mejor que a sus ideas, el pueblo<br />
ya celebraba las victorias de la Fe sobre los montes neblinosos que eran la duda o las tibiezas de<br />
muchos al rezar. Para todos semejaba aquél el día del Juicio, en medio de los ángeles, plumarios<br />
anunciadores de la miel y los arroyos de las almas justas corriendo cantarinos hacia el Océano<br />
Eterno de la Divina Gracia. Bastantes, de oficio humilde pero no infame, como el de los mandingas<br />
y bozales, también cantaban y corrían al escuchar caerse el campanario de “Nuestro Padre San<br />
Francisco”, la sede real y digna de tan hermosa Madre llegada allí por procelosos mares y vientos<br />
del siglo XVI, cuando el virrey Martino, de los Enríquez que supieron aunar las letras con las<br />
armas, les dio a los vascongados permiso y acta de fundar una villa a media legua de la aldea otomí<br />
donde ya se decía Pueblo de la Asumpción, en aquel el 1 de enero de 1571, cuando se hizo merced<br />
a Pero Muñoz, vecino de México, de un sitio de estancia para ganado en los Chichimecas, “…en una<br />
isla que hace el río de Apaseo que se parte en dos brazos”, hechas las diligencias por Palacios Rubio,<br />
corregidor de ese pueblo... Y el río aquella mañana tampoco se aburría de canturrear, entre juncos<br />
que eran los sueños de la tierra, el río padre y hermano, hijo y madre de las generaciones y los<br />
siglos que ya llevaba por allí pasando, discutiendo de arenas advenedizas y troncos muertos<br />
traídos desde sus fuentes primigenias. El río y los ríos que se juntaban verdes en una misma piel<br />
tendida sobre un cielo que se bañaba en ellos. El amoroso río de San Miguel recibiendo en sus<br />
brazos de agua al de Apaseo, para ir los dos a rejuntarse con el Tololotlán.<br />
Sólo el expediente de José Soto no podía almacenar tantas sonrisas, pues lo habían<br />
acusado de “brujear” y practicar rituales prohibidos. Bien dicen que los perros sólo les ladran a