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Floreció el Vergel... Sarita Montoya<br />
aquella bestia de fierro, aspas, ruedas y un motor del tamaño de un buey grande. A veces, en<br />
domingo; a veces a principio de semana. Pero los domingos era cuando casi todos se fijaban en<br />
aquella rancherita blanca, con su sombrero y sus botas de labriego, porque los domingos era<br />
cuando la sociedad celayense, dividida en “los de arriba y los de abajo”, paseaba en el jardín,<br />
después de que en los templos se había dicho ya la última misa. Los de arriba eran los ricos, con<br />
derecho a caminar alrededor del jardín bajo la lluvia blanquecina con que las urracas protestaban<br />
por las discriminaciones de este mundo; los de abajo, los pobres, que sólo podían estar allí a los<br />
lados, pero abajo de las baquetas de mosaicos grises sobre los que resonaban los finos zapatos de<br />
la gente bien, casi todos jóvenes novieros, amén de presumidos.<br />
SURCOS Y LIBROS<br />
“Y mientras la muerte llega, ¿qué hago aquí, de floja? ¿Qué voy a hacer o qué va a ser<br />
de mí? -ha comentado por ahí, en la crónica de todos sus prodigios, en la realización de todas sus<br />
mañanas, en la ruta continua hacia el Infinito Bien, del cual ella es sacerdotisa y celadora, jardinera<br />
y luz de la voluntad de Dios-. ¿Qué diablos voy a hacer? Pues trabajar y tejer esta camisa de amor<br />
con que me han de vestir los años cuando me bajen a la tumba. De sol a sol y de luna a luna. De<br />
claridad a claridad, como esas estrellitas que viven en el cielo. Desde el rosario hasta la misa de las<br />
siete, en la Merced, a cuya orden han pertenecido ya diez frailes hijos de la familia, muchachos de<br />
Canoas o de por allí, de donde por parte de mi mamá nosotros procedemos. A lo mejor en algún<br />
pedacito de esas criptas algún día van a meter lo que ha de quedar de este cuerpo mío, madrugador<br />
y alebrestado, cuando lo reduzcan a cenizas. Así me lo propuse y así lo estoy cumpliendo: trabajar<br />
y ver por los demás como una gallina ve por sus pollitos, como una nube de agua anda por las<br />
veredas de la tierra. Así yo, todos los días reparto pan entre los pobres: pan de dulce y pan de sal,<br />
a imitación del Maestro que en la montaña alimentó a más de cinco mil. Atiendo ancianos y niños<br />
huérfanos, mientras me muero, digo, para no aburrirme ni cansarme de darle gracias a Dios por<br />
haber nacido y ser como él quiso que fuera: piscis, es decir alegre, sincera, cantadora, franca,<br />
parrandera, inquieta, incansable y siempre fiel a la verdad del Evangelio”.<br />
Recuerda, con vehemencia, el tiempo de aguas, cuando llovía en abril y en mayo los<br />
aguaceros retumbaban como cazuelas rotas, como comales al quebrarse pisados por un burro.<br />
Parecían trenes descarrilándose en el cielo, ante los ataques de un poderoso ejército de nubes.<br />
Recuerda y casi llora al volver a ver aquéllos surcos donde crecían las rosas, junto a las más de cien<br />
hectáreas de maíz sorgo, trigo, cebada o maíz blanco, del que en la literatura maya fue hecho el<br />
hombre, y las otras de pastizales, monte, colinas y laderas a las que por las noches la luna descendía<br />
con su jardín de nardos para que no estuvieran tristes los fantasmas. Recuerda a su mamá,<br />
advirtiéndole que ya no platicara con las flores, ni se perdiera por los arroyos hablando con el<br />
agua. Y es que, de verdad, la niña Sara sentía en su ser el campo. Imitaba el chasquido de las rocas<br />
golpeadas por el vendaval y la llovizna, el arrullo de las torcazas y hasta el oscuro aleteo de las<br />
lechuzas que regresaban a la hacienda entre cinco y seis de la mañana. Sus ojos eran grises o acaso<br />
como esas olas a la hora en que el mar sueña con una tarde verde.<br />
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