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Las Raíces del Viento, Monografía de <strong>Celaya</strong><br />
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lo que se acomodaban les daba su taquito, pero todos habían llegado a trabajar, a entrarle duro al<br />
surco, fincar jacales, mejorcitos que los que habían dejado allá en la Ciénaga.<br />
Al comenzar el siglo XX, los potreros de Rincón de Tamayo eran espléndidos, como<br />
espléndida la gente que en ellos trabajaba. Espléndida en regalar su esfuerzo para que a los amos<br />
no les faltara nada ni los tocara nadie. Vino la Revolución, México en llamas lanzó su grito de<br />
batalla. Petronilo Martínez iba perdiendo sus haciendas, primero las del municipio de Yuriria,<br />
unas de Salvatierra y Tarimoro; ya había vendido Caracheo a don Pancho Malagón. Después de los<br />
Combates de <strong>Celaya</strong> del 15 de abril de 1915, la cosa se calmó, pero él, como todo hombre desconfiado,<br />
se puso a rematar sus bienes. En los 20 ya sólo le quedaba Cacalote y Cañones, más la de San<br />
Antonio del Rincón. Guadalupe Montoya, a los cincuenta años, le seguía siendo leal a aquel buen<br />
hombre que, como a los demás trabajadores, le tenía un ahorro con lo que cada semana, cada mes,<br />
cada año, él les iba guardando para un día…<br />
EL REPARTO AGRARIO<br />
Fue el propio Petronilo quien, tanto a Guadalupe como a los demás trabajadores, les<br />
dio el consejo de que compraran una parte de las más de dos mil hectáreas de la hacienda, porque<br />
un militar de la ciudad de México, compadre suyo, le había confesado cuáles eran las verdaderas<br />
intenciones del Gobierno Federal, respecto a las haciendas. Se venía el agrarismo, por eso lo<br />
convenció de que mejor vendiera antes de que llegaran a quitárselas. “Compadre –le advirtió-:<br />
deshágase de todo, fracciónelo, véndalo, los cascos de los caballos de esas Leyes ya se oyen por<br />
ahí”. Para eso los reunió, a todos, a las afueras de la finca y les narró lo que ya todos esperaban.<br />
-Mira, Guadalupe –se dirigió al otrora adolescente flaco y con el arco iris del hambre tejido en la<br />
mirada-. Yo sé que tú respetas y amas a tus padres y que en tu vida todavía cuenta mucho su<br />
opinión, ve y coméntales que te voy a dar doscientas treinta hectáreas, más la finca San Antonio,<br />
por los doscientos pesos oro que te tengo guardados por ahí.<br />
A los demás también les ofreció sus tierras a cambio de lo que les había ahorrado, pero<br />
unos aceptaron y otros no. La mayoría quiso su dinero, contante y sonante, entre ellos los hermanos<br />
y los sobrinos de Antonia y Petronilo el pobre… Sarita recuerda las palabras de su abuelo (ya<br />
muy viejito), cuando Guadalupe fue a preguntarle su opinión: “¿Qué le parece, apá?”…<br />
“¡Cómpralas, tarugo! –le respondió-. Cuando venga la caballada del gobierno, lo único que dejarán<br />
aquí será la tierra. Ésta sí vale. Lo demás arderá o será arrebatado de manos de los ricos; hazle<br />
valer al amo tus derechos sobre los doscientos pesos oro que ya tienes ahorrados. Han sido<br />
muchos años de estar dejando una parte de tu sueldo. ¡Agárrale la palabra a ese cabrón!”…<br />
Era un modo de hablar, porque don Petronilo, el amo, no era como otros potentados.<br />
Él, desde que conoció a Guadalupe y a los demás Montoya, siempre se comportó de una manera<br />
generosa. Comía con todos, a la casa entraban los trabajadores sin demasiadas ceremonias. Inicia-