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Vida, Esplendor y Muerte de Valentín Mancera<br />
vivían o por alguna de las muchas enfermedades que desde el nacimiento los iban consumiendo.<br />
Apenas se sentaban a descansar un poco, aquellos sufridos celayenses (igual que millones de mexicanos<br />
de esos tiempos) se le rendían al sueño. Y muchas veces, aún con el taco de frijoles (o únicamente<br />
de sal) en la boca, eran requeridos por el clarín de la hacienda para que de inmediato se<br />
presentaran a cumplir sus tres horas de vigilancia obligatoria alrededor de la Casa Grande, antes<br />
de tener permiso “completo” para estar con su familia. Tal situación fue el detonante para que<br />
rancheros valerosos estremecieran la paz porfiriana con el estallido justiciero de su coraje y<br />
decisión, haciéndose perros del mal para los hacendados y las tropas que les brindaban protección.<br />
Este fue el caso de Valentín Mancera, quien, tras arrebatarle el fuete a un potentado de nombre don<br />
Jesús Farfán, con el que aquél golpeaba inmisericordemente a un muchacho de la comunidad de<br />
Los Galvanes, con el mismo instrumento de tortura le pegó hasta derribarlo del caballo y enseguida<br />
huyó hacia el silencioso caserío de San Juan, de donde más tarde partió acompañado por cinco<br />
mozos, también del personal del agricultor y textilero don Eusebio González López, los cuales<br />
hasta la muerte le fueron leales y anduvieron con él en todas sus justicieras correrías.<br />
OTRA VEZ DON EUSEBIO GONZÁLEZ<br />
Los cinco mozos de don Eusebio González (esposo de la benefactora celayense Emeteria<br />
Valencia) se llamaban: Cipriano Méndez, Feliciano Albor, Bonifacio Núñez, Longinos Cuarenta<br />
y Cenobio Alcántara, eran como sus capataces o sus mayordomos, personas de toda su confianza<br />
en las faenas y la administración de la finca La Partida, ya que él radicaba en la ciudad. En esta<br />
propiedad se vivía mejor que en otras haciendas, pero no dejaba de ser un lugar de humillación y<br />
desprecio para la gente reprimida. Quizá la generosa influencia de su mujer hacía que aquel hacendado<br />
fuese un poco más benigno o menos déspota con los hombres que, según frase de los tiempos<br />
“nacieron para ser hechos leña”. Primero tuvieron que vagar de cerro en cerro, escondiéndose en las<br />
barrancas como los coyotes y las víboras, hasta que se hicieron de más gente, como ellos, para<br />
tomar la justicia en sus manos y recorrer los caminos y rancherías desde <strong>Celaya</strong> hasta el municipio<br />
de Acámbaro, de donde era originario Cipriano Méndez, robando a los ricos para socorrer a los<br />
pobres, pagándoles así a aquellos españoles que tan malamente los trataban.<br />
Donde quiera que podían, Valentín y Cipriano, mientras sus huestes se dedicaban al<br />
saqueo y quema de papeles en las casas de los acaudalados, invitaban a los trabajadores a unirse<br />
al movimiento contra las leyes bárbaras de Porfirio Díaz, y no pocas fueron las comunidades que<br />
respondieron a su llamado, poniéndose a sus órdenes tras haber asistido a la incineración de los<br />
libros de raya, donde los crueles amos de la tierra los tenían prisioneros de por vida. Fue a partir<br />
de entonces que comenzó a cabalgar su leyenda. En los pueblos los esperaban con ansiedad,<br />
porque sabían que él, Valentín Mancera, les llevaría algún consuelo o noticia acerca de dónde y<br />
dónde más las tropas de la Acordada ya habían sido derrotadas por ellos, que representaban a todo<br />
un país en pie de de lucha contra los abusos de la política imperante. El número de sus seguidores<br />
ya era enorme. En todas partes los respetaban y los querían, a sabiendas de que su inconformidad<br />
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