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Floreció el Vergel... Sarita Montoya<br />
ba la década de los treinta. Por todas partes se proclamaba la Revolución del Socialismo. Cárdenas<br />
se dirigía a todos los desheredados del país con la bondad de un padre, un líder, un libertador. Fue<br />
gracias a este impulso que Guadalupe Montoya pasó de sus jacales a ocupar las diez habitaciones<br />
de la hacienda y hasta pensó en casarse, una vez que don Petronilo Martínez se mudó a su otra<br />
casa, en el jardín, donde, solo y con el padecimiento de la gota y los cuidados de la sirvienta Chepa,<br />
dejó este mundo un poco antes de que Guadalupe y Cesarita se dieran el sí definitivo. Cesarita<br />
Patiño, como otras mujeres de Huapango, tuvo que venirse a refugiar a una casa de Tamayo. Sus<br />
padres, Adalberto y Francisquita, prefirieron abandonar sus tierras a exponer a la familia a las<br />
tropelías de todos los partidarios del ejido. Los domingos iban a la misa de las cinco de la mañana<br />
a la parroquia de San Bartolomé, y fue en una de esas ocasiones cuando Guadalupe la descubrió<br />
como a una de esas calabacitas que lloran con la uña…, seria, bonita, como una luna llena de rocío,<br />
con algo que le bañó de luz el alma… Al irse de la hacienda el viejo amo, toda la servidumbre<br />
permaneció en sus puestos. Fue allí donde don Guadalupe pensó en sentar cabeza, aunque para tal<br />
menester ya fuese un poco tarde, pues acababa de cumplir 64 años. No obstante, Cesarita lo aceptó<br />
y hubo romance, del cual nació como una flor purísima la niña de los versos, heredera de un<br />
ingenio que seguramente llegó a Tamayo en la persona del abuelo: aquel ser de huaraches, calzón<br />
blanco y patío, sombrero de vuelta y vuelta, pero sencillo y portador de buenos ríos de historias,<br />
los cuales a la postre desembocaron en la genética de aquel candor abierto en primavera un mes de<br />
marzo. Qué destino el del abuelo y la abuela de Sarita y Guadalupe: don Petronilo y doña Antonia,<br />
que, en su tiempo escucharon hablar de los franceses durante la Intervención, y de Maximiliano, y<br />
de Carlota, y de toda la vida de Benito Juárez. En su época, la ciudad de <strong>Celaya</strong> era romántica; las<br />
mayorías empobrecidas como en casi todo México. Se dependía de las haciendas y algunas fábricas<br />
textileras, de alcoholes, de cigarros y dulces. Se habían mudado de Salamanca a esta ciudad<br />
doña Emeteria Valencia y su marido Eusebio: personas prominentes, sin saber don Petronilo y<br />
doña Antonia, que su nieta Sara alguna vez iba a ser habitante de la casa en la que por primera vez<br />
ellos moraron, antes de mudarse a la otra finca, la del portal, que sería durante muchos años su<br />
mansión.<br />
LA NIÑA Y SU GATITA “CUCA”<br />
Petronilo Montoya con Antonia García fueron los padres de tal hijo, de tal batallador<br />
de rocas y animales a lo largo y ancho de las dos mil hectáreas. Ya desde entonces se sabía de quién<br />
y durante cuántos años había sido la hacienda. Por qué se llamaba San Antonio y por qué Rincón<br />
de Tamayo en lugar de San Bartolomé, como antes, patrono suyo al que cada 24 de agosto le hacen<br />
fiesta. Don Guadalupe heredó de sus padres la fatalidad de haber nacido peón entre los peones,<br />
humilde entre los más humildes, empleado de la fatiga y su silencio, sólo que en 1932 fue partícipe<br />
del modo como el amo quería vender la hacienda, y esto hizo la diferencia en su destino. Don<br />
Guadalupe, que, aparte del ahorro forzoso, tenía además quince onzas de oro, pudo reorganizarse<br />
e invertir en lo que más le prometía jugosos dividendos, dándoles trabajo aun a aquéllos que<br />
habían decidido recoger en metálico el fruto alegre de su angustiante esfuerzo. Tal fue el caso de<br />
su propio tío José, quien con el dinero recibido compró algunas acciones de la compañía petrolera<br />
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