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Siglo xvii... Los Agustinos<br />
Porque tal era la angustia de Rodríguez al enterarse de que ya no podría continuar en<br />
el convento, que el seminario no le iba a dar jamás el día de días, el sol de soles de su Ordenación<br />
Sacerdotal, porque alguien había echado a volar la especie de que en el hontanar de sus arterias,<br />
bajo su blanca piel, se había anudado la sospecha, la infamia vil, la víbora con alma, de que él no<br />
estaba limpio, de que allá en sus raíces hubo algo de lo que al morderse no tiene buen sabor. La<br />
historia lo absolvería, más esto iba a tardar, por lo pronto tenía que abandonar los dormitorios, no<br />
ir más a la capilla, no leer, no estudiar, no existir…, no ver ni hablar con Dios a la hora del Cordero.<br />
Se había comprado dos cuartillos para también él escucharse echar allí, entre los dientes y aquel<br />
pecho, una cuarteta:<br />
Este torito que traigo<br />
lo traje por el camino<br />
y lo vengo manteniendo<br />
con botellitas de vino.<br />
Miró San Agustín y no quiso saber si era verdad la infamia. Bebió su tinto, escupió, se<br />
hizo guarro de pronto, tal gamberro, recordando lo que murmuraban y lo que en el seminario les<br />
enseñaban a hablar en contra de los bondadosos agustinos los otros padres que ahora mismo lo<br />
expulsaban por el rumor que vino de Irapuato o quizá de otros valles, las Cañadas, Amoles, en el<br />
sentido de que en sus ancestros se cometió pecado. Volvió a escupir y los maldijo por él y por<br />
sentirse únicos, cuando todos sabían que Felipe II les entregó a los agustinos la Real cédula de reducción<br />
de indios, mucho antes de que los porquerizos y los payos, dueños de mentes chicas y de casas<br />
grandes, en 1570 le pidieran su villa a Don Martín, el moderno Santiago, cuarto virrey, que, en<br />
armonía de tigre, llegó aquel día suave como un verso, pese a que el pueblo de la Asunción, desde<br />
hacía por lo menos cuatro décadas ya había sido fundado y puesto bajo los ojos y las manos de<br />
Agustín, el águila de Hipona, de quien dicen que dijo, en otras circunstancias y otras épocas:<br />
“Ya no puede mi cuerpo con el peso de mi alma ensangrentada”.<br />
AQUEL AMANECER<br />
Aquel amanecer había sido diferente, oblicuo, déspota como dicen que fue don Pedro<br />
Núñez de la Rioja, “familiar” de la Señora y nunca bien maldecida Santa Inquisición. Hombre rico<br />
entre los ricos. Poderoso entre los que -en la arrogante humildad de su pequeña grandeza- son<br />
poderosos. De los que saben bien que el peso y la medida suprimen las disputas…Caballero de<br />
Santiago con la venera del apóstol cosida en el jubón de fina felpa a un lado de la ingle… “Gente<br />
buena, limpia y sin oficio vil, cristiano viejo y de ninguna manera descendiente de moros, judíos o<br />
herejes”, se narraba, amén de “un excelente hijo de la Iglesia”. Su fuerte era perseguir, entregar al<br />
“brazo secular de la justicia”, como se deletreaba en la sintaxis eufemística de entonces, a todo<br />
aquel que oliera a trapo viejo, cebolla roja, ajo o cociera su pan sin levadura o portara sospechas<br />
de hacer y deshacer engendros de hilo lacre en cuevas o en llanura, y regara ceniza donde se junta-<br />
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