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El Arte de llamarse Octavio Ocampo<br />
<strong>Celaya</strong> nació en él. En su talento el llano aprendió a respirar la luz, y el viento a besar los labios del<br />
color. A ser y decidir formar imágenes para alcanzar la gloria de ser uno y multitud de voces y de<br />
trazos tejiendo lluvia a mano.<br />
Le gusta jugar con el silencio. Le siembra pasto para que bajen a comer los ángeles y<br />
los esqueletos de las lágrimas dejen su polvo y brillen con la fragancia de las rosas.<br />
Su obra es ya un edificio en el que habita el sol, la luna, la noche y casi todas las estrellas.<br />
Sus manos aprendieron a ser ángeles para regalarnos la mansión del cielo, decorada por él,<br />
sellada con imágenes y esa sonrisa que nace como un arroyo luminoso en él. Alguna vez, ya no<br />
recuerdo en dónde ni cuántos años han transcurrido, me pidió unas palabras para una invitación.<br />
Iba a exponer en Guanajuato o en Japón, para el caso es lo mismo. Entonces yo le dije en el papel:<br />
“Si yo fuera Dios, contrataría a Octavio Ocampo para que me decorara las bóvedas del<br />
cielo y así pasarme toda la eternidad admirando su obra...Pero como soy un simple mortal, como<br />
usted, como todos, me resigno a admirarlo, respetarlo, quererlo y gozar de ese talento de que<br />
dispone para hacernos felices, muy felices, con sus ríos de frescos rostros, llenados por la lluvia y<br />
las hojas, sus imágenes de colores que cantan y sus mares de sombra suspirando al oído del<br />
tiempo. Cuando me detengo un instante frente a los cuadros de Octavio Ocampo, tengo la impresión<br />
de andar despierto en un sueño... Y no quisiera despertarme nunca, nunca, nunca... Para no<br />
salirme jamás de sus calles, sus edificios que hablan con la noche y con los astros. Ni perder esas<br />
puertas que se abren hacia donde la imaginación nos mira colgada de una rama de árbol o desde<br />
las alas de una persona, que vuela buscándonos entre un criadero de ojos que parecen planetas<br />
girando alrededor de un grito que es la luz asombrada de sí misma. Sin embargo necesito regresar<br />
a la realidad, porque en ese maravilloso mundo hecho por él, donde las cosas son tan distintas y<br />
tan bellas, por desgracia no se puede quedar uno a vivir para siempre”.<br />
Pero la famosísima Elena Poniatowska, en “Octavio Ocampo y las Nubes”, texto tomado<br />
del libro La Magia Óptica. Octavio Ocampo, así derramó la admirable sinceridad de sus palabras<br />
para celebrar la gloria de un talento en el que el infinito bebe rostros:<br />
“Las madres nunca saben lo que pueden suscitar cuando les dicen a sus hijos que vean<br />
las nubes por la ventanilla del automóvil: Mira, ésta tiene forma de árbol, aquella nos sigue como<br />
perro. Allá en <strong>Celaya</strong>, doña Octaviana, artista por derecho propio (textiles y teatro), no imaginó<br />
que al señalarle las nubes a su hijo Octavio estaba sembrando en él la semilla del arte metamórfico.<br />
El niño siguió viendo mujeres jarrón, mujeres ave, jarras vaca, bocas flor, casas como manzanas,<br />
rostros como surcos. Introducir el misterio en los objetos cotidianos era un afán natural. Dentro<br />
de la piel humana el niño dibujaba paisajes mentales; cubría un labio superior de trigo, un cráneo<br />
de helechos. En realidad el Iztaccíhuatl que todavía podía verse sobre el cielo azul no era un volcán<br />
sino una mujer dormida. Octavio veía sirenas botella, muebles aguitarrados y encontraba figuras<br />
asombrosas en las manchas de los mármoles, en las formas de la piedra, en los cerros que se<br />
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