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Historia de la Banda Municipal<br />
Y así se fueron haciendo viejos, como las cosas y la vida misma, sin lograr más éxito que<br />
el de haber dado este primer paso en la integración de una banda o conjunto que no sólo le rindiera<br />
culto a Dios y sus ministros, sino que fuera más allá de los atrios y las celebraciones de liturgia. De<br />
alguna manera, ésta era ya la primera imagen de una organización musical en forma. Pero, como<br />
sucede en todo lo que se anuncia victorioso, aún faltaba la prueba principal: perseverar en el<br />
empeño, lo cual no fue posible debido a la muerte de don José María y a un desbordamiento del<br />
río Laja, que arrastró los instrumentos y a tres de los músicos una mañana en que ensayaban a<br />
orillas del viento, por el camino de Galvanes.<br />
LA PRIMERA ESCUELA<br />
En 1846, viendo y sintiendo las nostalgias con que algunas personas recordaban a los<br />
Medina de Tamayo, sobre todo a Plácido el “Director” de quien la gente jamás olvidaría aquéllos<br />
conciertos, don Miguel de la Canal, gran maestro y músico respetable que moraba en el callejón de<br />
La Cabecita o Calle Nueva, muy cerca de la iglesia de la Merced, puso una escuela para enseñar el<br />
arte de la música, y él mismo compró los instrumentos, 35 en total, para que don Francisco J. Navarro<br />
(discípulo suyo), siguiendo el noble ejemplo de su paisano tamayense Plácido Medina, integrara<br />
una banda. Sólo que el carácter irascible de don Miguel de la Canal, organista de San Agustín y<br />
medio compositor a ratos, lo orilló a un conflicto “profesional” con don Francisco, al ver cómo éste<br />
triunfaba entre los alumnos y componía y dirigía mejor que nadie, lo cual desembocó en el cierre<br />
de la escuela y en la pérdida de los instrumentos con que contaba la incipiente pero ya exitosa<br />
banda. Ocho meses le habían bastado a Francisco J. Navarro para demostrar de lo que era capaz<br />
su genio artístico, y –pese a que era el mejor alumno de don Miguel- tuvo que dejar la escuela y<br />
abandonar la banda, la cual quedó desintegrada y sin saber adónde ir ni qué hacer con tanta tristeza<br />
adentro. Los 35 elementos, más don Francisco, desorientados por la actitud asumida por el<br />
maestro de todos ellos, no tuvieron otra alternativa que abandonar la casa y esperar la vuelta de los<br />
tiempos para saber qué nuevas les vendrían en el próximo invierno o las siguientes aguas. Tuvieron<br />
que transcurrir más de treinta años antes de que algunos de ellos vieran venir la nueva y definitiva<br />
oportunidad, pues en la década de los setenta volvieron a reunirse algunos de ellos, y con nuevos<br />
elementos dieron inicio otra vez al esfuerzo de integrar un grupo que tocara para la gente, amén de<br />
los clásico por algunos conocido, lo que para esa fechas se había puesto de moda: Hermosas fuentes,<br />
La malagueña, La negra, La llorona y hasta el Barzón... Pero para esto tenía que haber un mecenas, un<br />
animador, y tal fue el provincial de los padres de San Francisco, quien, echando mano de su buena<br />
voz (para cantar, predicar y convencer aun a los más duros), logró reunir los fondos suficientes<br />
para que aquellos hombres lograran el sueño de su vida: unirse, entenderse, tener un salón para los<br />
ensayos y nunca más desintegrarse ni permitir que la banda municipal muriera por alguna de esas<br />
causas.<br />
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