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Siglo xvii... Los Agustinos<br />
quienes no conocen: él, con doña Josefa y doña Lanza –ambas señoras con la cuca ya más dada de sí<br />
que tragadero de marranos, se decía en habla recia- en las colinas de los cerros de Juan Martín y el<br />
Pueblo del Rincón, se dedicaban a “curar” e invocar el alma de lo que no se nombra y hacer llover<br />
culebras en La Gavia con sólo quemar incienso y echar signos extraños a la hora de la tarde. Ya los<br />
habían obligado a recibir el hábito café, con áspero cordón ceñido a la cintura, y ahora sólo restaba<br />
la confesión sincera y unos azotes para quitarles la manía de provocar al diablo. Pero no eran los<br />
únicos. La aún Villa de Nuestra Señora de la Concepción parecía un enjambre de dichos y pócimas<br />
muy buenas para sacarle color al niño que, por haber visto cómo el encomendero don Ramón le<br />
arrancaba los cueros del lomo a un albañil, se había quedado mudo y no dormía. Los domingos<br />
frente a San Agustín, donde los generosos y siempre humildes padres no decían nada, solían ir a<br />
vender sus artes quienes no conocían otros remedios más que la hierba santa y la raíz del aire para<br />
quitar el hipo, o la piel del conejo, tratada con ensalmos y “untos de alba”, para hacerle parir gemelos<br />
a quien afanosamente buscaba la manera, entre oraciones y médicos de México que ya habían<br />
dicho su última palabra, de ver crecer una familia, ausente de su hogar desde que supo, desde que<br />
le dijeron, desde que con todo y hombres, el propio y los ajenos, no se podía, no había modo de<br />
cómo... Y allí estaban ellos, reencarnación de Ulpiano, dándole dizque a cada quién lo suyo.<br />
Había los que cantaban imitando carneros y los que se vestían de pájaros para atraer<br />
incautos que quisieran saber qué día iba a morir su mal vecino. Mujeres amarradas de las sienes,<br />
fingiéndose adivinas. Y otros que aseguraban hablar con Dios y vendían a buen precio su secreto.<br />
El expediente de José Soto agregaba detalles, como que él y doña Lanza en otros tiempos también<br />
habían quemado una gallina negra para desearle mal viento a un sacerdote carmelina que los había<br />
encontrado leyendo letras indias, trazadas en un papel desconocido, orillado de imágenes nefastas.<br />
Pero a pesar del día, ellos veían el río y lo escuchaban correr con sus campanas de cristal o risas de<br />
seres de la luz. Hasta allá los llevaron a que dijeran su delito. Los tres: José, doña Josefa y doña<br />
Lanza, vecinos, según unos, de Neutra; y otros que de San Francisco Chamacuero. Los habían<br />
despojado de sus ropas para vestirlos de hábito y caminaban por la orilla en una especie de paseo,<br />
escuchando decir al religioso, que Dios los perdonaba con una condición: renunciar al demonio y<br />
no echar velas negras, ni alas de murciélago, ni frases pérfidas, ni envoltorios hechos con polvos de<br />
Levante, ni hígados secos de zorrillo overo, ni “voluntades” (culos) de gallina, según la perversión<br />
de los mulatos, que no se hablaban con la buena gente, limpia y sin oficio vil, o al de los ugandas y<br />
los pardos, que eran irrespetuosos con los de bastante modo y suficiente hacienda, igual con los<br />
que laboraban en honradez y agrado en el obraje que antes fuera de Teresa Bustos, y después del<br />
caballero Félix, cuya familia lo vendió a los agustinos casi en la misma cantidad que costaría el<br />
blasón de “Muy Noble y Leal Ciudad”, sin olvidar lo de “Purísima”.<br />
CELAYA Y LA LIMPIEZA DE LA SANGRE<br />
En cuanto a la discriminación, espionaje, acoso y persecución religiosa y racial contra<br />
los habitantes de <strong>Celaya</strong>, nos bastarían las malas obras –hechas a desmesura- por don Pedro<br />
Núñez de la Rioja, a quien le daba lo mismo ir contra un lego barbacano que contra un ministro,<br />
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