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AL FULGOR DE LAS PALABRAS…<br />
LUIS VELASCO Y MENDOZA<br />
Esta historia comienza donde acaban los libros…En medio de cajas de agua, flores,<br />
alfalfares, frescos patios y haciendas seculares, Luis Velasco y Mendoza se inscribió en la lista de<br />
los nacidos aquí donde se halla la Puerta del Oro del Bajío… Su nombre suena a virrey. Casi es<br />
homónimo –por lo homófono- de aquellos dos gobernantes, padre e hijo, que tuvo la Nueva<br />
España en el siglo XVI. Pero no, este Luis Velasco y Mendoza (no de Velasco, como aquéllos españoles),<br />
nació en <strong>Celaya</strong>, Gto., el 9 de diciembre de 1901, y falleció en la Ciudad de México el 21 de<br />
septiembre de 1961. Se dice que se despidió de la tierra, en paz, reconfortado por la familia que<br />
jamás lo abandonó: los hijos de sus hermanos, Beatriz, Aurora, Columba y José, por quienes prefirió<br />
no tener los propios, con tal de darles a ellos lo que más necesitaban en los tristes años de su<br />
infancia huérfana. Esta fue su nobleza: dejar para otros tiempos la opción de formar una familia,<br />
de darle descendientes a su estirpe de humanista y amante de las buenas letras. Al nacer, <strong>Celaya</strong><br />
era un solar iluminado por la sonrisa del mezquite y aquellas primaveras vestidas de juncos amarillos<br />
y Semana Santa. Pero él apareció en diciembre, al día siguiente de las fiestas de la Inmaculada<br />
Concepción, icono que llevaría por siempre grabado en sus recuerdos. Las casas refulgían de flores<br />
rojas. La Nochebuena no se hallaba lejos. Eran los tiempos previos a las posadas y la Navidad,<br />
cuando Luis Velasco y Mendoza abrió los ojos a su primera luz. <strong>Celaya</strong> era un encanto. Limpia<br />
ciudad en la que nadie imaginaba una revolución ni unas batallas derramando la sangre de miles<br />
de congéneres entre los mezquitales, las acequias y tantos prados donde jugaba el aire con los<br />
pétalos. Iniciaba el siglo XX. La república mexicana tenía sólo diez millones de habitantes. Era un<br />
desolado edén donde la lluvia aún reinaba airosa sobre los páramos y las montañas, donde la paz<br />
porfiriana aún parecía irresistible, pese a que en varios estados ya se respiraba la inconformidad<br />
con su martirio. En aquélla <strong>Celaya</strong>, pequeña e íntima, cálida y generosa, vino al mundo el más<br />
grande historiador que ha habido en la ciudad. El más responsable y culto, congruente y lleno de<br />
amor por esta Tierra Llana.<br />
DIVINO TESORO<br />
El mundo de su dorada juventud transcurrió en un seminario de la Ciudad de México, rodeado de<br />
bosques y armonía de manantiales, pájaros en libre desenfreno y cielos inimaginables por el color<br />
que aún los gobernaba. En esos tiempos, la cultura universal tenía su mejor cátedra en los seminarios,<br />
tanto del clero secular como del clero regular, y a este Luis, celayense como Francisco Eduardo<br />
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