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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Menos cruel, sin embargo, que la derrota de Crecy —agregó De Condorcet,<br />

sonriendo.<br />

—Desde luego, monsieur —repuso De Cagliostro, también sonriendo—. La derrota de<br />

Crecy fue una cosa horrible, pues no se derrotó únicamente a un ejército, sino a Francia<br />

entera. Pero debemos admitir que la derrota no fue una victoria muy leal por parte de<br />

Inglaterra. El rey Eduardo tenía cañones, circunstancia que Felipe de Valois ignoraba o,<br />

más bien, se negó a creer cuando le advertí que con mis propios ojos había visto las<br />

cuatro piezas de artillería que Eduardo había comprado a los de Venecia.<br />

—¡Oh!... —aparentó sorprenderse madame du Barry—. ¿Conocisteis a Felipe de<br />

Valois?<br />

—Madame, tuve el honor de ser uno de los cinco caballeros que le dieron escolta<br />

cuando abandonó el campo de batalla —respondió De Cagliostro—. Había llegado a<br />

Francia acompañando al viejo rey de Bohemia, que estaba ciego y que se hizo matar<br />

cuando le dijeron que todo estaba perdido.<br />

—Monsieur —dijo De la Perouse—, ¡no sabéis cuánto lamento que, en vez de asistir a<br />

la batalla de Crecy, no estuvieseis presente en la de Actium!<br />

—¿Por qué, monsieur?<br />

—Porque hubieseis podido darme detalles náuticos que, a pesar de la hermosa narración<br />

de Plutarco, siempre he encontrado demasiado confusos9.<br />

—¿Qué detalles, monsieur? Me sentiría satisfecho si pudiese seros de utilidad.<br />

—¿Estabais allí?<br />

—No, monsieur. Me encontraba entonces en Egipto. Había recibido el encargo de la<br />

reina Cleopatra de organizar la biblioteca de Alejandría, cosa que yo podía hacer mejor<br />

que cualquier otro, ya que conocía personalmente a los mejores autores de la<br />

antigüedad.<br />

—¿Habéis visto a la reina Cleopatra, monsieur de Cagliostro? —gritó madame du<br />

Barry.<br />

—Como ahora os veo a vos, madame.<br />

—¿Era tan bella como se dice?<br />

—Señora condesa, ya sabéis que la belleza es relativa. Encantadora reina de Egipto,<br />

Cleopatra no hubiera podido ser en París más que una adorable modistilla.<br />

—No habléis mal de las modistillas, señor conde.<br />

—Dios me libre.<br />

—Así que Cleopatra era...<br />

—Pequeña, menuda, viva, espiritual, de grandes ojos almendrados, nariz griega, dientes<br />

como perlas y una mano como la vuestra, señora. Una verdadera mano para sostener el<br />

cetro... Ved aquí un diamante que ella me dio y que heredó de su hermano Ptolomeo;<br />

ella lo llevaba en el pulgar.<br />

—¿En el pulgar? —exclamó madame du Barry.<br />

—Sí; era una moda egipcia. Y yo, según veis, apenas puedo hacerlo pasar por mi dedo<br />

meñique.<br />

Y quitándose la sortija, la presentó a madame du Barry.<br />

Era un magnífico diamante, que podía valer, tanto por su nitidez maravillosa como por<br />

su talla, que era perfecta, treinta o cuarenta mil francos. El diamante fue de mano en<br />

mano y volvió a De Cagliostro, quien lo colocó tranquilamente en su dedo.<br />

—¡Ah!... Veo —dijo— que sois incrédulos. Incredulidad fatal que he tenido que<br />

combatir toda mi vida. Felipe de Valois no quiso creerme cuando yo le aconsejaba abrir<br />

una retirada a Eduardo. Cleopatra no me quiso creer cuando le dije que Antonio sería<br />

derrotado. Los troyanos no quisieron creerme cuando les dije, a propósito del caballo de<br />

madera: «Casandra está inspirada. Escuchadla».

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