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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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pensativo, y luego pronunció tres únicas palabras, sentidas como si le nacieran del<br />

corazón:<br />

—Ella le compadecerá.<br />

XXXIII<br />

<strong>LA</strong> CASA <strong>DE</strong> <strong>LA</strong> CALLE NEUVE-SAINT-GILLES<br />

En la puerta de guardia, Felipe encontró un coche de alquiler y lo cogió.<br />

—Calle Neuve-Saint-Gilles —dijo al cochero—. Y deprisa.<br />

Un hombre que acaba de tener un duelo y que conserva todavía el gesto del vencedor;<br />

un hombre vigoroso cuya distinción denuncia su nobleza; un hombre vestido como un<br />

burgués y al cual, sin embargo, su porte anuncia a un militar, era más de lo que hacía<br />

falta para estimular al auriga, cuyo látigo no era, como el tridente de Neptuno, el cetro<br />

del mundo, pero para Felipe no dejaba de ser un cetro muy importante.<br />

Por veinticuatro sous el cochero devoró materialmente el espacio y entre traqueteo y<br />

traqueteo llevó a Felipe a la calle Neuve-Saint-Gilles, al palacio del conde de<br />

Cagliostro, cuya mansión era de una gran simplicidad exterior y de una notable<br />

majestad de líneas, como la mayor parte de los edificios construidos bajo Luis XIV, con<br />

un estilo barroco de mármol y de ladrillos que el reinado de Luis XIII aportó al<br />

Renacimiento.<br />

Una carroza tirada por dos buenos caballos se balanceaba sobre sus muelles en un gran<br />

patio. El cochero dormía envuelto en su vasta hopalanda forrada de zorro; dos criados,<br />

uno de los cuales llevaba un cuchillo de caza, segaban silenciosamente el césped.<br />

Aparte de estos atareados personajes, ningún síntoma de actividad aparecía en el<br />

palacio.<br />

El coche de alquiler de Felipe obedeció la orden de entrar, viéndolo en seguida el suizo,<br />

quien se acercó para abrirle, haciendo chirriar los goznes de la maciza puerta del patio.<br />

Felipe se apeó, fue hasta el césped y, dirigiéndose a los dos criados, preguntó:<br />

—¿El señor conde de Cagliostro?<br />

—El señor conde va a salir.<br />

—Pues mayor razón para que me apresure, porque tengo necesidad de hablar con él<br />

antes de que salga. Anunciad al caballero Felipe de Taverney.<br />

Y siguió al lacayo, con un paso tan vivo que llegaron juntos al salón.<br />

—¿El caballero Felipe de Taverney? —preguntó, después de anunciarlo el criado, una<br />

voz viril y educada a la vez—. Hacedle entrar.<br />

Felipe entró sin poder reprimir cierta emoción que aquella tranquila voz le había<br />

producido.<br />

—Excusadme, monsieur —dijo Felipe, saludando a un hombre de gran talla, de un<br />

vigor y un aire juvenil poco comunes, y que no era otro que el personaje que hemos<br />

visto en la mesa del duque de Richelieu, en la cubeta de Mesmer, en el gabinete de<br />

mademoiselle Olive y en el baile de la Ópera.<br />

—¿Excusaros, monsieur? ¿De qué?<br />

—De que os impida salir.<br />

—Habríais debido excusaros si hubieseis venido más tarde, caballero.<br />

—¿Por qué?<br />

—Porque os esperaba.<br />

Felipe frunció las cejas.<br />

—¿Cómo? ¿Me esperabais vos?<br />

—Sí; se me había indicado vuestra visita.<br />

—¿Os habían indicado mi visita?

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