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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¡Estáis muy bella, señora; milagrosamente bella!— le dijo.<br />

Ella sonrió con tristeza y de nuevo buscó con vaga mirada, en medio de la<br />

muchedumbre, ese punto desconocido a que nos hemos referido.<br />

—¿No vinieron todavía nuestros jóvenes esposos?—preguntó el rey—. Me parece que<br />

van a dar las doce.<br />

—Sire— respondió la reina con un esfuerzo muy violento—, sólo ha llegado el señor de<br />

Charny; espera en la galería que Vuestra Majestad le ordene entrar.<br />

—¡Charny!— dijo el rey sin notar El silencio expresivo que había seguido a las palabras<br />

de la reina—. ¿Charny está ahí? ¡Que venga! ¡Que venga!<br />

Algunos gentileshombres se adelantaron para dirigirse al encuentro del señor de Charny.<br />

La reina apoyó nerviosamente sus dedos sobre su corazón y adoptó una actitud rígida<br />

dando la espalda a la puerta.<br />

—Verdaderamente es mediodía— repitió el rey— y la prometida debiera ya estar aquí.<br />

Cuando Su Majestad decía esto, el señor de Charny aparecía en la entrada del salón; oyó<br />

las últimas palabras del rey y respondió inmediatamente:<br />

—Ruego a Vuestra Majestad excuse el retardo involuntario de la señorita de Taverney;<br />

desde la muerte de su padre no ha dejado el lecho. Hoy se levanta por primera vez y<br />

estaría ya a las órdenes de Vuestra Majestad a no haber sido por un desvanecimiento<br />

que ha tenido.<br />

—¡Esta querida niña amaba tanto a su padre!— dijo en voz alta el rey—; pero como<br />

encuentra un buen marido, esperemos que se consolará.<br />

La reina escuchó, o, mejor dicho, oyó, sin hacer el menor gesto. Cualquiera que la<br />

hubiese seguido con la mirada, hubiera notado que la sangre bajaba de su rostro a su<br />

corazón, como un nivel que desciende.<br />

El rey, notando la cantidad de nobles y clero que llenaba el salón, levantó de pronto la<br />

cabeza.<br />

—Señor de Breteuil— dijo—, ¿habéis expedido la orden de destierro para Cagliostro?<br />

—Sí, sire— contestó humildemente el ministro.<br />

El soplo de un pájaro que duerme habría turbado el silencio de la asamblea.<br />

—¿Y a esa La Motte, que se llama de Valois— continuó el rey con voz firme—, no es<br />

hoy cuando la marcan?.<br />

—En este momento, sire— replicó el guardasellos—, debe estar ya cumplida la<br />

sentencia.<br />

Los ojos de la reina centellearon. Un murmullo que quería ser de aprobación circuló por<br />

el salón.<br />

—Contrariará al señor cardenal el saber que han marcado a su cómplice— añadió Luis<br />

XVI, con un rigor que jamás se había notado en él antes de este asunto.<br />

Y tras esta frase, su cómplice, dirigida a un acusado que el parlamento acababa de<br />

absolver, tras esta frase que maltrataba al ídolo de los parisienses y que condenaba<br />

como ladrón y falsario a uno de los primeros príncipes de la Iglesia, uno de los primeros<br />

príncipes franceses, el rey, como si hubiera desafiado solemnemente al clero, a la<br />

nobleza, al parlamento y al pueblo, para sostener el honor de su mujer, dirigió a su<br />

alrededor una mirada impregnada de la cólera y la majestad que nadie había sentido en<br />

Francia desde que los ojos de Luis XIV se habían cerrado para el sueño eterno.<br />

Ni un murmullo, ni una palabra de asentimiento acogieron esta venganza que el rey se<br />

tomaba contra aquellos que habían conspirado para deshonrar a la monarquía. Entonces<br />

se aproximó a la reina que le tendía las dos manos con la efusión de un profundo<br />

agradecimiento.

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