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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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En efecto, Ducorneau regresaba sin aliento. Había hecho el encargo al hostelero de la<br />

calle de los Bons-Enfants, había cogido seis botellas de un aspecto respetable y su rostro<br />

radiante anunciaba toda suerte de buenas disposiciones. Su buen natural y su diplomacia<br />

se combinaban en él para hacer resplandecer lo que los cínicos llaman la fachada<br />

humana.<br />

—¿Su Excelencia no bajará al comedor?<br />

—No, no; comeremos en nuestra cámara; una cena íntima, cerca del fuego.<br />

—Monseñor me llena de alegría. He aquí el vino.<br />

—Son topacios —dijo Beausire, elevando uno de los frascos a la altura de las bujías.<br />

—Sentaos, señor canciller, mientras mi ayuda de cámara distribuye los cubiertos.<br />

—¿Qué día llegaron los últimos despachos? —preguntó el embajador.<br />

—La víspera de la partida de Vuestra..., del predecesor de Vuestra Excelencia.<br />

—Bien. ¿La legación está en buen estado?<br />

—Sí, monseñor.<br />

—¿Ningún mal asunto referente al dinero?<br />

—No, que yo sepa.<br />

—Nada de deudas..., y si hay alguna, se paga. Mi predecesor es un gentilhombre y<br />

tengo que dejarlo en buen lugar.<br />

—Gracias a Dios, monseñor, no habrá necesidad de ello. Los créditos fueron ordenados<br />

hace tres semanas y la mañana misma de la marcha del embajador llegaron cien mil<br />

libras.<br />

—¡Cien mil libras! —exclamaron a la vez Beausire y don Manuel, ebrios de alegría.<br />

—En oro —agregó el canciller.<br />

—En oro —repitieron el embajador, el secretario y hasta el ayuda de cámara.<br />

—Entonces —dijo Beausire, reprimiendo su emoción—, en la caja fuerte hay...<br />

—Cien mil trescientas veintiocho libras, señor secretario.<br />

—Es poco —dijo fríamente don Manuel—, pero Su Majestad ha puesto fondos a<br />

nuestra disposición. Ya se lo he dicho, querido —agregó, dirigiéndose a Beausire—,<br />

que nos harían falta en París.<br />

—Menos mal que en este punto Vuestra Excelencia había tomado sus precauciones —<br />

dijo, respetuosamente, Beausire.<br />

Desde esta maravillosa comunicación del canciller, el bienestar de la embajada subió<br />

por grados. Una buena cena, con su salmón, sus cangrejos, su carne y sus cremas,<br />

contribuyó no poco a aumentar la verborrea del personaje portugués.<br />

Ducorneau, más a sus anchas, comió como diez grandes de España, y enseñó a sus<br />

superiores cómo un parisién de la calle Saint-Honoré trataba los vinos de Oporto y de<br />

Jerez como los vinos de Brie y de Tonnerre.<br />

Ducorneau bendecía al cielo por haberle enviado un embajador que prefería la lengua<br />

francesa a la portuguesa y los vinos portugueses a los vinos de Francia; nadaba en esta<br />

deliciosa beatitud que se comunica al cerebro por la satisfacción y la gratitud del<br />

estómago, después de una buena comida, cuando monsieur de Souza le ordenó que se<br />

fuera a acostar.<br />

Ducorneau se levantó, y con una reverencia muy de canciller se despidió y salió a la<br />

calle.<br />

Beausire y don Manoel no habían festejado bastante el vino de la embajada como para<br />

sucumbir al sueño en el campo de batalla. Además, el ayuda de cámara debía cenar<br />

después que sus amos, operación que el «comendador» cumplió minuciosamente<br />

después de las instrucciones del señor embajador y su secretario.<br />

El plan para el día siguiente estaba dispuesto. Los tres asociados hicieron un<br />

reconocimiento del palacio después de asegurarse de que el suizo dormía.

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