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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Felipe se inclinó.<br />

—Mi hermana, señora, tuvo ya el sentimiento de dejar el servicio de Vuestra<br />

Majestad— dijo—; yo, que resulto más inútil todavía a la reina, he decidido partir<br />

también.<br />

María Antonieta sentóse muy turbada, recordando que Andrea había pedido permiso<br />

para despedirse, al día siguiente de su entrevista en las habitaciones del doctor Luis,<br />

donde Charny había recibido el primer indicio de la simpatía que sentía por él.<br />

—¡Es extraño!— murmuró pensativa.<br />

Y no añadió una sola palabra.<br />

Felipe permanecía de pie, inmóvil, esperando que la reina hiciera el ademán de<br />

despedida.<br />

María Antonieta, saliendo de pronto de su letargo, interrogó:<br />

—¿A dónde vais?<br />

—A reunirme al señor de La Perouse.<br />

—En este momento, el señor de La Perouse está en Terranova.<br />

—Todo lo he preparado para ir allí.<br />

—¿Sabéis que se le ha pronosticado una muerte espantosa?<br />

—No sé si espantosa, pero sí rápida.<br />

—¿Y entonces..., partís?<br />

El sonrió con noble y bello gesto.<br />

—Por eso quiero unirme a él— respondió.<br />

La reina guardó silencio nuevamente.<br />

Felipe continuaba esperando en actitud respetuosa.<br />

El temperamento noble y valiente de María Antonieta se despertó más temerario que<br />

nunca.<br />

Levantóse, acercóse al joven y le dijo mientras cruzaba sus blancos brazos sobre el<br />

pecho:<br />

—¿Por qué partís?<br />

—Porque siento gran curiosidad por los viajes— respondió dulcemente Felipe.<br />

—¿Por curiosidad después de haber dado la vuelta al mundo? —comentó la reina,<br />

engañada un momento por la calma heroica del joven.<br />

—Recorrí todo el Nuevo Mundo, señora. Mas no el viejo.<br />

La reina hizo un gesto de despecho y repitió lo que ya le había dicho a Andrea.<br />

—Casta de hierro, corazón de acero él de los Taverney. Vuestra hermana y vos sois<br />

personas terribles, amigos a los que uno termina por odiar. Vos partís, no para viajar,<br />

sino para dejarme. Vuestra hermana decía que la religión la llamaba, y ocultaba un<br />

corazón de fuego bajo fría ceniza. Ella quiso partir y se fue. ¡Que Dios le conceda la<br />

felicidad! Vos, que podríais ser feliz, os vais también. ¡Cuando yo decía hace poco que<br />

los Taverney me traen desgracia!<br />

—Perdonadnos, señora; si Vuestra Majestad se dignase buscar mejor en nuestros<br />

corazones no hallaría sino una devoción sin límites.<br />

—¡Oh!— exclamó la reina, colérica—. ¡Vos sois un cuáquero, ella una filósofa, criatura<br />

imposible; Andrea se imagina el mundo como un paraíso donde no puede entrarse sino<br />

a condición de ser un santo; vos lo tomáis por un infierno donde no entran sino los<br />

diablos y ambos huís de él; uno porque halla lo que no busca y él otro porque no halla lo<br />

que busca. ¿Tengo razón? Mi querido señor de Taverney, dejad a los humanos ser<br />

imperfectos, no exijáis a las familias reales que sean las menos imperfectas de las clases<br />

humanas; sed tolerante o, mejor dicho, no seáis egoísta.<br />

María Antonieta acentuó estas palabras con demasiada pasión.<br />

Felipe iba a tomar ventaja.

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