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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Sería lógico que me sintiese herida al ver que no haríais por mí lo que haríais por una<br />

reina, pero lo comprendo, aunque creo que un dominó y un antifaz... Pero si vos lo<br />

rehusáis, ni un reproche, ni uno, mi estimado cardenal.<br />

El cardenal no cabía en sí de satisfacción ante la victoria que Juana le proporcionaba<br />

con su extraordinario tacto, diciéndose que era una mujer maravillosa, e<br />

inesperadamente le cogió con un fervor sospechoso las manos, diciéndole:<br />

—Por vos, todo; si digo todo, quiero decir hasta lo imposible.<br />

—Gracias, monseñor. El hombre que se dispone a hacer ese sacrificio por mí es mi<br />

amigo más preciado, pero os dispenso de ese compromiso ahora que lo habéis aceptado.<br />

—No, no; ya no se puede retroceder. Lo que se ofreció, se cumple. Condesa, os<br />

pertenezco... en dominó.<br />

—Pues vamos a la calle Saint-Denis, cerca de la Ópera; sin quitarme el antifaz,<br />

compraré en una tienda una máscara y un dominó para vos; podréis vestiros en la<br />

carroza.<br />

—Condesa, es una aventura encantadora, ¿lo sabéis?<br />

—Monseñor, sois para mí de una bondad que me confunde, pero... pienso que quizá en<br />

el palacio de Rohan Vuestra Excelencia habría encontrado un dominó más a su gusto<br />

que el que conseguiremos ahora.<br />

—Veo una malicia imperdonable, condesa. Si voy al baile de la Ópera, creed una cosa...<br />

—¿Cuál, monseñor?<br />

—Me sorprenderá tanto verme allí como a vos el cenar con un hombre que no es<br />

vuestro marido.<br />

Juana pensó que no debía contestar, y le agradeció que él no insistiera en la alusión a la<br />

reciente cena. Poco después, una carroza sin armas se detuvo frente a la puerta de la<br />

casa, e inmediatamente arrancó a trote largo, en dirección hacia los bulevares.<br />

XXII<br />

ALGUNAS PA<strong>LA</strong>BRAS SOBRE <strong>LA</strong> OPERA<br />

La Ópera, ese templo del placer de París, se incendió en el mes de junio del año 1781.<br />

Veinte personas murieron en la catástrofe, y como dieciocho años después se repitió el<br />

mismo fatídico acontecimiento, el emplazamiento habitual de la Ópera pareció como<br />

una fatalidad que truncaba las alegrías parisienses, y el rey ordenó que se construyese el<br />

nuevo edificio en un distrito menos céntrico.<br />

Para los vecinos fue una constante preocupación que esta ciudad de tela y de madera, de<br />

cartón y de pinturas, no corriese ningún riesgo. La Ópera indemne consolaba el corazón<br />

de los financieros y de las gentes de calidad e igualaba los rangos y las fortunas. La<br />

Ópera ardiendo podía destruir un distrito, la ciudad entera. No se necesitaba más que un<br />

viento caprichoso.<br />

El emplazamiento elegido fue la puerta de Saint-Martin. El rey, apenado al ver que su<br />

ciudad de París iba a quedarse sin Ópera durante mucho tiempo, se entristeció como<br />

cuando la llegada del grano se retrasaba o el pan sobrepasaba en siete soles las cuatro<br />

libras.<br />

Habría que ver a la vieja nobleza, a la abogacía, al ejército y a la finanza desorientados<br />

por ese vacío; era penoso ver errar por los paseos a las divinidades sin asilo, desde el<br />

director de danza hasta la ilustre cantatriz.<br />

Para consolar al rey, y también a la reina, se presentó a Sus Majestades un arquitecto,<br />

Lenoir, que prometía montes y montañas. El insigne caballero tenía proyectos inéditos,<br />

y un sistema de circulación tan perfecto que, incluso en caso de incendio, nadie se

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