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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¡En la plaza de armas! —gritó el joven al cochero, y éste le preguntó:<br />

—¿Es preciso ir a la plaza de armas?<br />

—Claro, puesto que se os ha dicho.<br />

—¿Y no habrá una pequeña propina? —dijo el auvernés.<br />

—¡Id de una vez!<br />

Los latigazos se reanudaron.<br />

«Es preciso, sin embargo, que les hable —pensó para sí el oficial—. Voy a parecerles<br />

un imbécil después de haberles parecido un impertinente.»<br />

—Señoras —dijo, dudando todavía—, estáis en vuestra casa.<br />

—Gracias a vuestro generoso socorro.<br />

—Cuánto trabajo os hemos dado —dijo la más joven.<br />

—Ya está del todo olvidado, madame.<br />

—Pero nosotras, monsieur, no lo olvidaremos. ¿Vuestro nombre, por favor?<br />

—¿Mi nombre? Bah...<br />

—Es la segunda vez que se os pregunta.<br />

—Porque vos no querréis hacernos regalo de un luis, ¿verdad?<br />

—Si es por eso, madame —dijo el oficial, un poco picado—, no me opongo. Soy el<br />

conde de Charny, y como habéis observado, madame, oficial de la marina real.<br />

—Charny —repitió la mayor, con un tono como si hubiera querido decir: «Está bien, no<br />

lo olvidaré».<br />

—Georges, Georges de Charny —agregó el oficial.<br />

—Georges —murmuró la más joven.<br />

—¿Y vos vivís...?<br />

—En el hotel de los Príncipes y de Richelieu.<br />

El coche se había detenido.<br />

La mayor de las damas abrió la portezuela de su izquierda y ágilmente saltó al suelo,<br />

tendiendo la mano a su amiga.<br />

—Por lo menos —pidió el joven, que se disponía a seguirlas— aceptad mi brazo; no<br />

estáis en vuestra casa, y la plaza de armas no es un domicilio.<br />

—No digáis más —dijeron simultáneamente las dos mujeres.<br />

—¿No debo hablar más?<br />

—No, continuad en el coche.<br />

—Pero no podéis quedaros solas, señoras, de noche y con este tiempo. ¡Es imposible!<br />

—Vaya... Después de haber casi rehusado darnos protección, queréis protegernos<br />

demasiado —dijo, riendo, la mayor.<br />

—Sin embargo...<br />

—No insistáis. Sed hasta el final un galante y leal caballero. Gracias, monsieur de<br />

Charny, gracias de corazón. Y como vos sois un galante y leal caballero, como ya os he<br />

dicho hace un instante, no os olvidéis de vuestra palabra.<br />

—¿De qué palabra?<br />

—De cerrar la portezuela y decir al cochero que vuelva a París; es lo que vos vais a<br />

hacer, ¿no es cierto? Y sin mirar por dónde nos vamos.<br />

—Tenéis razón, señoras; si no, mi palabra no sería de ley. Cochero, volvámonos.<br />

Y el joven deslizó un segundo luis en la ruda mano del cochero.<br />

El digno auvernés se estremeció de júbilo, diciendo:<br />

—¡Por Dios! Los caballos pueden reventar si quieren.<br />

—Yo también lo creo. Han sido bien pagados.<br />

El coche de alquiler rodaba de prisa. Ahogado por el ruido de las ruedas, no se oyó el<br />

suspiro del joven, un suspiro voluptuoso, ya que el sibarita se había acostado sobre los<br />

dos cojines, en los que quedaba el perfume de las dos bellas desconocidas.

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