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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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mundano, pierdo mi tiempo y no hago absolutamente nada. Soy una planta...; no me<br />

atrevo a decir una flor; yo no vivo, respiro.<br />

—Oh... —murmuró el cardenal—. Con el hombre resucitado, se repiten mis asombros.<br />

Me devolvéis a aquel tiempo en que la magia de vuestras palabras y la maravilla de<br />

vuestras acciones aguzaban doblemente mis facultades y realzaban ante mis ojos el<br />

valor de la criatura humana. Me recordáis los dulces sueños de mi juventud. Han<br />

transcurrido diez años desde que os conocí.<br />

—Lo sé, y uno y otro hemos descendido desde entonces. Yo ya no soy una fuerza, sino<br />

los despojos de lo que fui. Vos ya no sois un arrogante joven, sino un respetable<br />

príncipe. ¿Os acordáis, monseñor, del día que en mi gabinete os prometí el amor de una<br />

mujer de la cual mi vidente había consultado sus rubios cabellos?<br />

El cardenal palideció, después enrojeció. El espanto y la alegría regían alternativamente<br />

los latidos de su corazón.<br />

—Me acuerdo, pero de un modo confuso...<br />

—Veamos —dijo De Cagliostro sonriendo— si consigo que todavía veáis en mí al<br />

mago que conocisteis. Esperad que me concentre.<br />

Luego de un silencio, prosiguió De Cagliostro:<br />

—Esa rubia niña de vuestros sueños amorosos, ¿dónde está?, ¿qué hace? Ah, sí... y vos<br />

la habéis visto hoy. Más todavía: habéis estado cerca de ella.<br />

El cardenal se llevó una mano al corazón, como si quisiera sujetárselo.<br />

—Monsieur... —dijo en voz tan baja que De Cagliostro casi no le oyó—, por favor...<br />

—¿Queréis que hablemos de otra cosa? —le preguntó sonriendo el sibilino—. Me<br />

parece muy bien. Estoy a vuestras órdenes, monseñor.<br />

Tras sus últimas palabras el conde de Cagliostro se sentó en un sillón, sin recordar que<br />

el cardenal se había olvidado de ofrecerle asiento al empezar tan interesante<br />

conversación.<br />

CAPITULO LVIII<br />

<strong>EL</strong> <strong>DE</strong>UDOR Y <strong>EL</strong> ACREEDOR<br />

El príncipe Luis de Rohan miraba asombrado a su huésped.<br />

—Pues bien— dijo éste—; ahora que hemos renovado nuestro conocimiento, hablemos<br />

si gustáis, monseñor.<br />

—Sí— respondió el prelado reponiéndose paulatinamente—; hablemos de esa<br />

devolución que... que...<br />

—Que mencionaba en mi carta, ¿verdad? Vuestra Eminencia tiene prisa por saber...<br />

—Era un pretexto, según presumo, ¿no es cierto?<br />

—No, monseñor, en manera alguna; es una seria realidad, os lo aseguro. Se trata de una<br />

deuda que vale la pena porque asciende a quinientas mil libras...<br />

—Cantidad que me prestasteis graciosamente— exclamó el cardenal, en cuyo rostro<br />

apareció una ligera palidez.<br />

—En efecto, monseñor; que os presté. Y celebro comprobar que un gran príncipe como<br />

vos tiene tan buena memoria— dijo Bálsamo.<br />

El cardenal, ante el rudo golpe notó que un sudor frío corría por su frente.<br />

—Creí por un momento— dijo, tratando de sonreír— que José Bálsamo, el hombre<br />

sobrenatural, se había llevado la deuda al sepulcro como el fuego se llevó el recibo.<br />

—Monseñor— respondió con gravedad el conde—: la vida de José Bálsamo es<br />

indestructible, como lo es esta hoja de papel que creíais reducida a cenizas. Nada puede<br />

la muerte contra el elixir de la vida, ni el fuego contra el amianto.

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