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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Volvió a tomar su linterna, bajó la escalera y salió. Una hora después llegaba a su casa y<br />

enviaba su proyecto al arquitecto.<br />

En efecto, desde el día siguiente, cincuenta obreros invadieron el palacio; el martillo, la<br />

sierra y los picos resonaban por todas partes, los montones de hierba humeaban en un<br />

rincón del patio, y, al llegar la noche, los transeúntes vieron una gran rata colgada de<br />

una pata, pendiendo de un travesaño en el patio, en medio de un grupo de trabajadores<br />

que se regodeaban contemplando su gordura y su mostacho gris. Al silencioso habitante<br />

del palacio lo había tapiado en su agujero la caída de una gran piedra. Medio muerto<br />

cuando la grúa levantó la piedra, fue cogido por la cola y sacrificado para diversión de<br />

los jóvenes auverneses que amasaban el yeso, y sea por vergüenza o sea por asfixia, no<br />

sobrevivió. El transeúnte le dedicó esta fúnebre oración: «Uno que ha sido feliz durante<br />

diez años.»<br />

Sic transit gloria mundi.<br />

En ocho días la casa fue restaurada según las instrucciones que De Cagliostro había<br />

enviado al arquitecto.<br />

XLVII<br />

JUANA, PROTECTORA<br />

El cardenal de Rohan recibió, dos días después de su visita a Boehmer, un billete que<br />

decía: «Su Eminencia, señor cardenal de Rohan, sabe sin duda dónde cenará esta<br />

noche.»<br />

«De la condesita —se dijo, quemando el papel—. Iré.»<br />

He aquí por qué Juana de la Motte solicitaba esta entrevista del cardenal: de los cinco<br />

criados puestos a su servicio por Su Eminencia, había distinguido uno de cabellos<br />

negros, ojos oscuros, tez morena y sanguínea. Para esta gran observadora eran los<br />

síntomas de un organismo activo, inteligente y tenaz. Hizo que le llamaran, y en un<br />

cuarto de hora obtuvo de su docilidad y de su perspicacia lo que ella deseaba, que fue<br />

hacerle seguir al cardenal, informándola de que había visto a Su Eminencia ir dos veces<br />

en dos días al establecimiento Boehmer y Bossange. Juana sacó sus deducciones. Un<br />

hombre como el cardenal no regatea. Hábiles comerciantes como Boehmer no dejan irse<br />

a un comprador. Por lo tanto, el collar, se había vendido. Vendido por Boehmer y<br />

comprado por el príncipe de Rohan, pero él no había dicho una palabra a su confidente,<br />

a su dueña. El síntoma era grave. Juana arrugó la frente, se pellizcó los labios y dirigió<br />

al cardenal el billete de llamada.<br />

Su Eminencia llegó de noche, haciéndose preceder por un cestillo de Tokay y algunas<br />

exquisiteces, igual que si fuese a cenar en casa de madame Guimard o en casa de<br />

mademoiselle Dangeville.<br />

El matiz no pasó desapercibido para Juana, como tantos otros que tampoco se le habían<br />

escapado; aceptó el no servir nada de lo que el cardenal había enviado, y después,<br />

iniciando la conversación con cierta ternura, cuando quedaron solos, le dijo:<br />

—De verdad, monseñor, hay algo que me aflige mucho.<br />

—¿Qué es, condesa? —preguntó el cardenal, afectando esa contrariedad que no siempre<br />

es señal de que se esté realmente contrariado.<br />

—Monseñor, la causa de mi disgusto no es porque hayáis dejado de amarme, sino<br />

comprobar que no me habéis amado nunca...<br />

—Pero, condesa, ¿qué estáis diciendo?<br />

—No os excuséis, monseñor, porque sería tiempo perdido.<br />

—Para mí —dijo galantemente el cardenal.<br />

—No, para mí —respondió claramente Juana de la Motte—. Además...

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