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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¿Es eso una razón para no creer en ello, duque? —preguntó madame du Barry.<br />

El viejo mariscal enrojeció, él, que casi nunca enrojecía, y dijo a continuación:<br />

—¿Quieren saber entonces en qué consiste mi receta?<br />

—Sí, queremos saberlo.<br />

—En cuidarme.<br />

—¡Oh, oh! —exclamó la asamblea.<br />

—Eso es todo —dijo el mariscal.<br />

—Yo contestaría a esa receta —respondió la condesa— si no acabara de ver el efecto de<br />

la de monsieur de Cagliostro. Pero tened cuidado, brujo: no he terminado con mis<br />

preguntas.<br />

—Hacedlas, señora, hacedlas.<br />

—¿Decís que cuando hicisteis por primera vez uso de vuestro elixir teníais cuarenta<br />

años?<br />

—Sí.<br />

—Y que después de esa época, es decir, después del sitio de Troya...<br />

—Un poco antes, madame.<br />

—Conforme. ¿Habéis conservado vuestros cuarenta años?<br />

—Lo estáis viendo.<br />

—Entonces, vos nos probáis, monsieur —dijo De Condorcet—, más que lo que vuestra<br />

teoría demuestra...<br />

—Y ¿qué os pruebo yo, señor marqués?<br />

—Vos nos probáis, no solamente la perpetuación de la juventud, sino la conservación de<br />

la vida. Porque si teníais cuarenta años cuando la guerra de Troya, es que jamás habéis<br />

muerto.<br />

—Es verdad, señor marqués; yo no he muerto jamás, os lo confieso humildemente.<br />

—Sin embargo, vos no sois invulnerable como Aquiles, y esto no pasa de ser una<br />

inexacta comparación, puesto que al invulnerable Aquiles lo mató Paris, hiriéndole con<br />

una flecha en el talón.<br />

—No, no soy invulnerable, y con gran disgusto mío —dijo De Cagliostro.<br />

—¿Entonces, podéis ser asesinado, podéis morir de muerte violenta?<br />

—¡Ay, sí!<br />

—¿Cómo habéis hecho, pues, para escapar a los accidentes durante tres mil quinientos<br />

años?<br />

—Es una suerte, señor conde; lo veréis si seguís mi razonamiento.<br />

—Lo seguiré.<br />

—Lo seguimos.<br />

—Sí, sí —repitieron todos los convidados.<br />

Y con señales de interés manifiesto, cada uno se acodó sobre la mesa y se puso a<br />

escuchar.<br />

La voz de monsieur de Cagliostro rompió el silencio.<br />

—¿Cuál es la primera condición de la vida? —dijo, al tiempo que desplegaba, con gesto<br />

elegante y fácil, dos hermosas manos blancas cargadas de sortijas, entre las cuales la de<br />

la reina Cleopatra brillaba como la estrella Polar—. La salud, ¿no es así?<br />

—Sí, cierto —respondieron todas las voces.<br />

—Y la condición de la salud es...<br />

—El régimen —dijo el conde de Haga.<br />

—Tenéis razón, señor conde; es el régimen lo que asegura la salud. Y bien, ¿por qué<br />

estas gotas de mi elixir no pueden constituir el mejor régimen posible?<br />

—¿Quién lo sabe?<br />

—Vos, conde.

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