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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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aguja, disminuida por los deshielos, como un palo de caramelo que los niños<br />

transforman en puntiagudos a fuerza de chuparlo.<br />

El obelisco estaba rematado por un glorioso penacho de cintas un poco marchitas, cintas<br />

que tenían un escrito en el cual el escritor público del distrito había trazado en<br />

mayúsculas el cuarteto siguiente, que se balanceaba entre dos linternas:<br />

Reina cuya belleza es un don del cielo,<br />

con el don de ese rey que a ti, reina, ama:<br />

Si este edificio es de nieve y hielo,<br />

el corazón del pueblo, ante ti, es llama.<br />

Fue aquí donde «Pelus» topó con la primera dificultad. El monumento, que estaba a<br />

punto de iluminarse, había atraído a buen número de curiosos, los cuales formaban<br />

grupos, y no se podía seguir adelante con el mismo trote.<br />

Hubo que poner a «Pelus» al paso. Pero se le había visto llegar como un rayo; se habían<br />

oído los gritos que lo perseguían, y aunque ante la cercanía del obelisco fue reduciendo<br />

la marcha, la vista del cabriolé produjo en el gentío el peor de los efectos.<br />

Sin embargo, se abrió camino. Pero después del obelisco apareció otro obstáculo: las<br />

verjas del palacio real estaban abiertas y en el patio unos grandes braseros calentaban a<br />

un ejército de mendigos a los que el duque de Orleáns distribuía sopa en escudillas de<br />

barro.<br />

Pero los que comían y se calentaban, aunque eran muchos, eran menos que los que<br />

miraban calentarse y comer. Esto es muy propio de París: en cuanto hay uno que hace<br />

algo raro en la calle, en el acto tiene espectadores.<br />

El cabriolé, después de vencer el primer obstáculo, tuvo que detenerse ante el segundo,<br />

como un navío en medio de los escollos.<br />

En este instante, los gritos que hasta entonces las dos mujeres habían oído como un<br />

ruido vago y confuso, les llegaron más precisos en medio del tumulto.<br />

—¡Abajo el cabriolé! ¡Abajo los asesinos!<br />

—¿Gritan contra nosotras? —preguntó la dama que conducía a su compañera.<br />

—Sí, madame, y tengo miedo.<br />

—¿Hemos atropellado a alguien?<br />

—¡Abajo el cabriolé! ¡Abajo los asesinos!<br />

La tormenta aumentaba. Habían cogido al caballo por la brida, y «Pelus», irritado contra<br />

aquellas manos extrañas, piafaba y espumeaba.<br />

—¡A casa del comisario! ¡A casa del comisario! —gritó una voz.<br />

Las dos mujeres se miraron asombradas.<br />

Mil voces repitieron:<br />

—¡A casa del comisario! ¡A casa del comisario!<br />

Las cabezas curiosas se acercaron al cabriolé.<br />

—¡Toma, si son dos mujeres!<br />

—¡Dos mujeres de Soubise! ¡Dos mujerzuelas de Haennin!<br />

—Dos cantantes de la Ópera que se creen con derecho a atropellar a la gente pobre<br />

porque ellas tienen diez mil libras para pagar el hospital.<br />

Un vítor furioso acogió este último insulto.<br />

Las dos mujeres expresaron de distinto modo la conmoción. La una se hundía<br />

temblorosa y pálida en el cabriolé y la otra avanzaba resueltamente la cabeza, el ceño<br />

fruncido y los labios cerrados.<br />

—Pero, madame... —gritó su compañera, tirando de ella hacia atrás—. ¿Qué hacéis?

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