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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¡Veamos! —exclamó la reina—. Que se haga venir a mi gente, a todo el mundo; que<br />

se interrogue a cada uno. Ese baile fue el sábado, ¿no es eso?<br />

—Sí, hermana.<br />

—¿Qué hice yo el sábado? Que me lo digan, porque voy a acabar loca si esto continúa;<br />

acabaré creyendo yo misma que fui a ese infame baile de la Ópera. Y si yo hubiera<br />

estado allí, señores, lo diría.<br />

De pronto el rey se le acercó risueño y con las manos tendidas hacia ella, preguntando:<br />

—¿El sábado? El sábado, ¿verdad, señores?<br />

—Sí, Sire.<br />

—Pues bien —continuó, más tranquilo, más satisfecho—, no tenéis más que preguntar a<br />

vuestra camarera María. Ella quizá recordará a qué hora entré yo en vuestra cámara ese<br />

día; fue, me parece, hacia las once de la noche.<br />

—¡Oh, sí! —gritó la reina, embriagada de alegría—. Sí, Sire.<br />

Y se arrojó en sus brazos; después, enrojecida y confusa de saberse mirada, ocultó su<br />

rostro en el pecho del rey, que besó tiernamente sus hermosos cabellos.<br />

—Muy bien —dijo el conde de Artois, estupefacto de sorpresa y de alegría a la vez—.<br />

Me compraré unos lentes, pero vive Dios que no daría esta escena por un millón. ¿No es<br />

así, señores?<br />

Felipe estaba apoyado en la pared, extremadamente pálido; De Charny, frío e impasible,<br />

se enjugaba la frente, brillante de sudor.<br />

—Y he aquí por qué, señores —dijo el rey, recalcando con su felicidad el efecto que<br />

acababa de producir—, es imposible que la reina fuese esa noche al baile de la Ópera.<br />

Creedlo si os parece; la reina, estoy seguro de ello, se contenta con ser creída por mí.<br />

—Muy justo —repuso el conde de Artois—. El caballero de Provenza pensará de esto lo<br />

que quiera, pero emplazo a su mujer a que pruebe de la misma manera una coartada el<br />

día en que se la acuse de haber pasado la noche fuera de casa.<br />

—Hermano mío...<br />

—Sire, os beso las manos.<br />

—Charles, os acompaño —dijo el rey, después de un último beso a la reina.<br />

Felipe no se había movido.<br />

—Monsieur de Taverney —dijo la reina, severamente—, ¿no acompañáis al conde de<br />

Artois?<br />

Felipe se irguió de pronto. La sangre afluyó a sus sienes y a sus ojos, pareciendo que se<br />

desvanecía. Apenas tuvo fuerzas para saludar, mirar a Andrea, dirigir una mirada hostil<br />

a De Charny y ocultar la expresión de su insensato dolor.<br />

La reina retuvo a Andrea y a De Charny. No hubiéramos podido esbozar esta situación<br />

de Andrea, colocada entre su hermano y la reina, entre su amistad y su sentimiento, sin<br />

hacer más lenta la exposición de la dramática escena en la que el rey llegó con un feliz<br />

desenlace.<br />

Sin embargo, nada más merecería nuestra atención si no fuese el sufrimiento de la<br />

muchacha, la cual comprendía que Felipe habría dado la vida por impedir el diálogo de<br />

la reina y De Charny, y se confesaba que ella misma hubiera sentido su corazón<br />

destrozado si por seguir y consolar a Felipe, como debía hacerlo, hubiera dejado a De<br />

Charny a solas con Juana de la Motte y la reina. Lo adivinaba en el aire, a la vez<br />

humilde y sencillo, de Juana.<br />

Lo que ella sentía, ¿cómo explicarlo?<br />

¿Era el amor? El amor, se había dicho, no germina, no crece con esa rapidez en la fría<br />

atmósfera de la corte. El amor, esta planta rara, se complace en florecer en los corazones<br />

generosos, puros e intactos. No hunde sus raíces en un corazón profanado por los<br />

recuerdos, en un suelo helado por las lágrimas durante años. No, no era el amor lo que

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