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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Confío en mi querido doctor.<br />

Y tomando el brazo de Louis, salió del gabinete espoleada por la curiosidad.<br />

El doctor cumplió su promesa. Nunca un rey, yendo al combate, o reconociendo una<br />

ciudad en pie de guerra, ni nunca una reina escoltada fue mejor protegida por un capitán<br />

de guardias ni por un oficial de palacio.<br />

El doctor cerró la primera puerta, se acercó a la segunda y escuchó.<br />

—Bien —dijo la reina—, ¿es aquí donde está vuestro enfermo?<br />

—No, madame; está en la segunda cámara. Si estuviera en ésa le habríais oído al entrar<br />

en el corredor. Escuchad desde aquí.<br />

En efecto, se oía, imprecisa e incoherente, cierta voz quejicosa.<br />

—Sufre, doctor.<br />

—No, no lo creáis. Habla sin coordinar su pensamiento.<br />

—Lo que no quiero es estar cerca de él.<br />

—Ni lo he pensado. Pienso que desde la habitación de al lado, y sin temor de que os<br />

vea, podréis oír lo que diga el herido.<br />

—Este misterio y esas preparaciones me inquietan —murmuró la reina.<br />

—¿Y cuando le oigáis?<br />

El doctor entró solo en la sala donde yacía De Charny, quien al oírle trató de levantar la<br />

cabeza, pesándole como si fuese de plomo. El sudor le brillaba en la frente y el cabello<br />

que le caía lo tenía pegado a las sienes. Estaba abatido, sin hacer el menor movimiento,<br />

como si sólo le viviese el sentimiento, ardoroso y vivo como la mariposa en una<br />

lamparilla de alabastro. La comparación obedece a la íntima realidad de De Charny,<br />

quien en medio de su inconsciencia no hacía más que revivir y repetirse su entrevista en<br />

el coche de alquiler con la dama alemana que volvió a encontrar al ir de París a<br />

Versalles. «Alemana, alemana», repetía a cada instante.<br />

—Sí, alemana —dijo el doctor—, yendo a Versalles.<br />

—La reina de Francia —exclamó, de pronto.<br />

—¿Cómo? —preguntó el médico, mirando hacia la habitación donde escuchaba la<br />

reina—. ¿Qué pensáis de esa madame?<br />

—No hay nada más terrible —gimió De Charny—: amar a una mujer a quien se creyó<br />

un ángel, amarla locamente, querer dar la vida por ella, y no hallar al acercarte a ella<br />

más que una corona con el cabrilleo aurífero y diamantino de las coronas, pero sin<br />

corazón.<br />

—¡Oh! —exclamó el doctor, queriendo reír y sin reír.<br />

—Yo amaría —prosiguió De Charny— a esa mujer, casada o no. La amaría con ese<br />

arrebatado amor con que el hombre se olvida de todo. Y le diría: «Nos quedan aún los<br />

más bellos días, pues, sin amor, ¿qué valen los días? Vivámoslos, amada mía. La<br />

muerte, que ha de llegar un día, será, tras tanto amor, una muerte bella. Ámame, amor.»<br />

—No coordina mal, a pesar de su fiebre —murmuró el doctor—, aunque la moral que<br />

entrañan sus palabras sea inadmisible.<br />

—Pero sus hijos... —gimió de pronto De Charny—. Ella no dejará a sus dos hijos.<br />

—He ahí el obstáculo. Hic Nodus —dijo el médico, enjugando el sudor de la frente de<br />

De Charny, con cierta caridad no exenta de ironía.<br />

—¡Ay, los niños! —prosiguió De Charny, en su delirio—. Los niños también contigo.<br />

—De Charny, si a la madre, más ligera que una pluma, llevas en tus brazos sin advertir<br />

su peso, ¿no llevarías también a los hijos de María...?<br />

Louis dejó al enfermo y se acercó a la reina, hallándola de pie, fría y temblorosa.<br />

—Tenéis razón —dijo María Antonieta—. Es más que un delirio; es un gran peligro el<br />

que corre ese oficial si se le entendiese.<br />

—Oídle todavía. Majestad.

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