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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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María Antonieta, pues, atribuía el suspiro de Felipe a alguna confidencia de este género<br />

hecha a la hermana por el hermano. Ella sonrió al hermano y acarició a la hermana con<br />

sus más amables miradas. La reina fue siempre mujer, y se enorgullecía de ser amada.<br />

Ciertas almas tienen esta aspiración, desean la simpatía de todos los que las rodean, y no<br />

por eso son las almas menos generosas de este mundo.<br />

¡Ay! ¡Vendría un momento, pobre reina, en que la sonrisa que se te reprocha hacia las<br />

gentes que te aman la dirigirás en vano a las gentes que te odian!<br />

El conde de Artois se acercó a Felipe mientras la reina consultaba a Andrea sobre el<br />

adorno de un vestido de caza.<br />

—Seriamente —dijo el conde de Artois—, ¿es un gran general el general Washington?<br />

—Un gran hombre, sí, monseñor.<br />

—¿Y qué efecto causan los franceses allá?<br />

—Bueno, lo contrario del mal efecto de los ingleses.<br />

—De acuerdo. Sois partidario de ideas nuevas, mi querido Felipe de Taverney. ¿Pero<br />

habéis reflexionado bien en una cosa?<br />

—¿Cuál, monseñor? Os confesaré que allí, sobre la hierba de los campos, en las<br />

sabanas, al borde de los grandes lagos, he tenido bastante tiempo de reflexionar sobre<br />

muchas cosas.<br />

—En ésta, por ejemplo: que haciendo la guerra allá abajo, no es ni a los indios ni a los<br />

ingleses a quien vos la habéis hecho.<br />

—¿A quién, pues, monseñor?<br />

—A vos.<br />

—No os desmentiré, pues es posible.<br />

—Vos confesáis...<br />

—Yo confieso la desgraciada repercusión de un acontecimiento que ha salvado a la<br />

monarquía.<br />

—Sí, pero una repercusión quizá mortal para los que se habían repuesto del accidente<br />

primitivo.<br />

—Ay, monsieur.<br />

—He querido explicar por qué yo no encuentro tan maravillosas como se pretende las<br />

victorias de Washington y del marqués de La Fayette. Es egoísmo, lo confieso; pero<br />

dejémoslo correr, no es egoísmo únicamente personal.<br />

—Monseñor...<br />

—¿Y sabéis por qué os ayudaré con todas mis fuerzas?<br />

—Cualquiera que sea la razón, profeso a Vuestra Alteza Real el más vivo<br />

reconocimiento.<br />

—Es que, mi querido monsieur de Taverney, vos no sois uno de los que las trompetas<br />

han exaltado en nuestras plazas; vos habéis realizado valientemente vuestro servicio,<br />

pero no habéis querido emborracharos con los clarines. No conocéis París, y es por esto<br />

por lo que yo os aprecio. Monsieur de Taverney..., yo soy un egoísta, ya lo veis.<br />

Luego de estas palabras, el príncipe besó la mano de la reina riendo, saludó a Andrea<br />

con gesto afable y más respetuoso que el que solía tener con las demás mujeres; después<br />

la puerta se abrió y desapareció.<br />

La reina cortó entonces casi bruscamente su diálogo con Andrea, y volviéndose hacia<br />

Felipe, le preguntó:<br />

—¿Habéis visto a vuestro padre, monsieur?<br />

—Antes de venir aquí, sí, madame; lo he encontrado en la antecámara; mi hermana le<br />

había prevenido.<br />

—¿Por qué no habéis ido a ver primero a vuestro padre?

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