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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Todos se echaron a reír; estas honradas gentes se comprendían de maravilla.<br />

—Entonces, todo está arreglado —dijo Beausire—; mañana concretaremos los detalles,<br />

pues ya es tarde.<br />

Él pensaba que Olive seguía sola en el baile, y con aquel dominó azul y su tendencia de<br />

alardear de luises de oro, el amante de Nicolasa no las tenía todas consigo.<br />

—No, no; terminemos ahora —dijeron los asociados—. ¿Cuáles serán los detalles?<br />

—Una silla de viaje con las armas De Souza —dijo Beausire.<br />

—Llevará demasiado tiempo pintarlo —dijo don Manoel—, y sobre todo secarse.<br />

—Otro medio, entonces —exclamó Beausire— la silla del embajador se destrozará en el<br />

camino y tendrá que tomar la de su secretario.<br />

—¿Tenéis, pues, una silla de manos? —preguntó el portugués.<br />

—La primera que encuentre.<br />

—¿Y vuestras armas?<br />

—Las primeras que encuentre.<br />

—Esto lo simplifica todo. Mucho polvo, mucho barro, sobre todo atrás, donde suelen ir<br />

las armas, y el canciller no verá más que el polvo y el barro.<br />

—¿Y los otros componentes de la embajada? —preguntó el banquero.<br />

—Los demás llegarán de noche; es más cómodo para un debut, y vos llegaréis a la<br />

mañana siguiente, cuando hayamos preparado lo más importante del plan.<br />

—Muy bien.<br />

—Para un embajador, y también para su secretario, es necesario un ayuda de cámara —<br />

dijo don Manoel.<br />

—Señor comendador —dijo el banquero a uno de los pícaros—, vos seréis el ayuda de<br />

cámara.<br />

El comendador se inclinó.<br />

—¿Y los fondos para los gastos? —preguntó don Manoel—. Estoy sin blanca.<br />

—Yo tengo dinero —dijo Beausire—, pero es de mi amiga.<br />

—¿Cuánto hay en caja? —preguntaron los asociados.<br />

—Las llaves, señores —dijo el banquero.<br />

Cada uno de los asociados sacó una llavecita que abría un cerrojo de los doce que había,<br />

con lo que se cerraba el doble fondo de la mesa, de suerte que en esta honrada sociedad<br />

nadie podía abrir la caja sin el permiso de los otros once colegas. Se procedió al arqueo.<br />

—Ciento noventa y ocho luises del fondo de reserva —dijo el banquero, al que habían<br />

vigilado.<br />

—Dádnoslos a Beausire y a mí, ¿o creéis que es demasiado? —preguntó don Manoel.<br />

—Dadnos dos tercios, y dejad el tercio para el resto de la embajada —dijo Beausire, con<br />

una generosidad que concilió todos los votos.<br />

De esta forma don Manoel y Beausire recibieron ciento treinta y dos luises de oro, y<br />

sesenta y seis quedaron para los demás.<br />

Se separaron, conviniendo una entrevista para el día siguiente.<br />

Beausire enrolló su dominó y corrió a la calle Dauphine, donde esperaba encontrar a su<br />

amiga Olive con todas sus acreditadas virtudes y sus luises de oro.<br />

XXVII<br />

<strong>EL</strong> EMBAJADOR<br />

Al día siguiente, al anochecer, un carruaje llegaba por la aduana del Enfer, lo bastante<br />

polvoriento y lo bastante embarrado para que nadie pudiera distinguir las armas.<br />

Sus cuatro caballos levantaban chispas del empedrado, y sus postillones acusaban un<br />

rango principesco.

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