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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Dos mil.<br />

—Rendidme todavía otro servicio.<br />

—Pedidme.<br />

—Tomad estos cincuenta luises y haced tirar irnos seis mil.<br />

—¡Cómo, monsieur! Vos me abrumáis... Que sepa yo el nombre de tan generoso<br />

protector de las letras.<br />

—Ya os lo diré cuando vaya a recoger a vuestra casa un millar de ejemplares, a dos<br />

libras la pieza, dentro de ocho días.<br />

—Está bien. Trabajaré noche y día, monsieur.<br />

—Y que sea divertido.<br />

—Haré reír hasta llorar a todo París, excepto a una persona.<br />

—Que llorará hasta verter sangre. ¿No es eso?<br />

—Monsieur, tenéis un gran sentido del humor.<br />

—Decís bien. A propósito, fechad la publicación en Londres9, como siempre.<br />

—Monsieur, soy vuestro servidor.<br />

Y el gordo desconocido dio licencia al periodista, quien con sus cincuenta luises en el<br />

bolsillo, huyó veloz como un pájaro de mal agüero.<br />

El desconocido siguió solo, observando todavía la sala de las crisis donde la joven, cuyo<br />

éxtasis había dado lugar a una postración absoluta, era atendida por una dama que se<br />

ocupaba de las señoras en los momentos críticos, bajando prudentemente las faldas<br />

indiscretas.<br />

Notó en esta delicada belleza los trazos finos y voluptuosos, la gracia noble de este<br />

sueño al cual se abandonaba, y después, volviendo sobre sus pasos, se dijo:<br />

«Decididamente, el parecido es increíble. Dios que lo ha hecho tiene sus designios; ha<br />

condenado de antemano a la mujer de allá abajo, a quien ella se parece».<br />

En el momento en que acababa de formular este pensamiento amenazador, la joven se<br />

levantó lentamente, y apoyándose en el brazo de un vecino, despierto ya de su éxtasis,<br />

se ocupó de poner un poco en orden su vestido y su peinado.<br />

Enrojeció un poco al ver la atención que los asistentes le prestaban; respondió con una<br />

coquetona cortesía a las preguntas graves y fortuitas de Mesmer; después, estirando sus<br />

brazos hermosos y sus lindas piernas como una gata al despertarse, atravesó los tres<br />

salones, escoltada por todas las miradas, burlonas, codiciosas, asombradas, que le<br />

dirigían. Pero lo que la sorprendió hasta hacerla sonreír fue que al pasar por delante de<br />

un grupo que cuchicheaba en un rincón, en lugar de ojeadas mudas y palabras traviesas,<br />

la acogieron con reverencias tan respetuosas que ningún cortesano francés las hubiera<br />

encontrado más perfectas y más severas para saludar a la reina.<br />

Realmente, este grupo estupefacto y reverencioso había sido influido por el infatigable<br />

desconocido que, oculto detrás de ellos, les decía a media voz:<br />

—No importa, señores, no importa; no por eso ha desmerecido la reina de Francia;<br />

saludemos, saludémosla en silencio.<br />

La personilla, objeto de tanto respeto, franqueó con cierta inquietud el último vestíbulo<br />

y salió al patio. Sus ojos fatigados buscaron un coche de alquiler o una silla de manos,<br />

sin encontrar ni silla ni coche, pero después de un minuto de indecisión, y cuando ya<br />

posaba su encantador pie en el pavimento, un lacayo se aproximó a ella.<br />

—Vuestra carroza, madame.<br />

—Pero yo no tengo carroza.<br />

—¿Madame ha venido en coche de alquiler?<br />

—Sí.<br />

—¿De la calle Delfín?<br />

—Sí.

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