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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—No quiero conquistaros por el hambre, querida niña. Si queréis verme, llamadme y<br />

vendré en seguida si estoy en mi casa, o a mi regreso si he salido.<br />

Le besó una mano y se fue.<br />

—Monsieur —le suplicó ella—, hacedme sobre todo llegar noticias de Beausire.<br />

—Cuanto antes —respondió el conde.<br />

Mientras bajaba las escaleras, De Cagliostro dialogaba consigo.<br />

«Será una impiedad alojarla en esta casa de la calle Saint-Claude, pero es necesario que<br />

no la vea nadie, y en esta casa nadie la verá. Y si por el contrario conviene que una<br />

persona la vea, sólo la verá aquí. Vamos, un sacrificio más todavía. Apaguemos esta<br />

débil llama de la antorcha que brilló en otro tiempo.»<br />

El conde se puso un abrigo muy holgado, buscó entre las llaves que tenía en su<br />

escritorio y eligió algunas después de mirarlas detenidamente. Solo y a pie salió de su<br />

palacio, subiendo por la calle Saint-Louis de Marais.<br />

XLVI<br />

<strong>LA</strong> CASA <strong>DE</strong>SIERTA<br />

De Cagliostro llegó solo a esta antigua casa de la calle Saint-Claude, la cual nuestros<br />

lectores no habrán olvidado. La noche caía como si se detuviera frente a la puerta, y no<br />

se veían más que algunos raros transeúntes a lo largo del bulevar.<br />

Los cascos de un caballo que resonaban en la calle Saint-Louis, una ventana que se<br />

cerraba con un gemido de las viejas cerraduras, el chirriar de los goznes de la puerta<br />

cochera tras el retorno del dueño del palacio vecino... Estas eran a esa hora las únicas<br />

señales de vida del distrito.<br />

Un perro ladraba, o más bien aullaba, en el pequeño cercado del convento, y una ráfaga<br />

de viento tibio llevaba hasta la calle Saint-Claude los tres melancólicos cuartos que<br />

acababan de sonar en el reloj de Saint-Paul.<br />

Eran las nueve menos cuarto.<br />

El conde llegó frente a la puerta cochera, se sacó del abrigo una pesada llave, y para<br />

hacerla entrar en la cerradura tuvo que extraer el polvo y la arena que la taponaba,<br />

acumulados por el viento en el transcurso de varios años. Al lograr que diese una vuelta<br />

la llave trató de abrir la puerta, pero el tiempo había hecho su obra: la madera estaba<br />

hinchada en las junturas y la herrumbre había mordido los goznes. La hierba crecía por<br />

entre los intersticios del empedrado, llenando de verdín la parte baja de la puerta, una<br />

especie de barro, parecido al de los nidos de las golondrinas, calafateaba cada grieta, y<br />

las vigorosas vegetaciones se aferraban a la madera...<br />

De Cagliostro notaba la resistencia de la puerta y apoyó la mano, después el codo, luego<br />

el hombro..., y la hizo girar con un crujido que pareció un gemido de la madera herida.<br />

De Cagliostro vio ante sí el patio, solitario, desolado, lleno de musgo como un<br />

cementerio abandonado.<br />

Cerró la puerta detrás suyo, y sus pisadas se grabaron en la grama áspera y rebelde que<br />

lo invadía todo, ocultando incluso el embaldosado. Nadie le había visto entrar, ni nadie<br />

le veía en el recinto, cercado por los altos muros. Se detuvo un momento, y poco a poco<br />

su pensamiento retrocedió al pasado, lo mismo que acababa de reintegrarse a su antigua<br />

casa.<br />

Del pasado le quedaba la desolación y el vacío, y de la vivienda no veía más que sus<br />

ruinas desiertas.<br />

La escalinata de doce peldaños no tenía más que tres escalones intactos. Los otros,<br />

minados por el agua y las lluvias, por las ortigas y las adormideras, terminaron

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