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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—¿Allá arriba?— preguntó el abate haciéndose el ignorante—. ¿Dónde queréis decir,<br />

señora condesa?<br />

—En la sala en donde deliberan mis jueces— contestó Juana.<br />

—¡Ah! Sí, sí.<br />

Y se hizo de nuevo el silencio.<br />

—Yo creo que mi actitud de hoy ha hecho buen efecto. ¿Ya debéis saberlo, verdad?<br />

—Sí, señora— respondió tímidamente el conserje.<br />

—¿Cuál es vuestra creencia, señor abate?— prosiguió Juana—. ¿Creéis que mi asunto<br />

no se presenta bien? Pensad que no se presenta ninguna prueba.<br />

—Es verdad, señora. Por eso tenéis mucho que esperar.<br />

—¿No es cierto?<br />

—Sin embargo— añadió el abate—, suponed que el rey...<br />

—¿Qué puede hacer el rey?— dijo Juana con vehemencia.<br />

—Señora, el rey puede querer que no se le desmienta.<br />

—En tal caso haría condenar al señor de Rohan, y esto es imposible.<br />

—Verdaderamente es difícil— respondieron de todas partes.<br />

—Y en esta causa— se apresuró a deslizar Juana—, quien dice el señor de Rohan, dice<br />

yo.<br />

—No, no— respondió el abate— no os hagáis ilusiones, señora. Habrá un acusado<br />

absuelto... Creo que seréis vos e inclusive lo espero. Pero no habrá más que uno. Al rey<br />

le hace falta un culpable, porque en otro caso, ¿qué sería de la reina?<br />

—Es verdad— dijo sordamente Juana, molesta por verse contradecida inclusive en una<br />

esperanza—. Le hace falta un culpable al rey. Pues bien, para este fin el señor de Rohan<br />

tiene las mismas posibilidades que yo.<br />

Después de estas palabras se hizo un silencio espantoso.<br />

El abate fue el primero en romperlo.<br />

—Señora, el rey no es rencoroso y una vez satisfecha su primera cólera, no pensará en<br />

lo pasado.<br />

—¿Y a qué llamáis vos una cólera satisfecha?—interrogó Juana con ironía—. Nerón<br />

tenía sus cóleras como Tito tenía las suyas.<br />

—Una condena... cualquiera— se apresuró a decir el abate—, es una satisfacción.<br />

—¡Cualquiera!... Caballero— exclamó Juana—, vaya una espantosa palabra... Es<br />

demasiado vaga. ¡Decir cualquiera es suponerlo todo!<br />

—¡Oh! No me refiero sino a una reclusión en un convento— contestó fríamente el<br />

abate—; es el pensamiento, que, según los rumores que circulan, habría adoptado el rey<br />

respecto a vos.<br />

Juana miró a este hombre con un terror que en seguida dejó lugar a la más furiosa<br />

exaltación.<br />

—¡La reclusión en un convento! ¡Es decir, una muerte lenta, ignominiosa, una muerte<br />

feroz que parecería un acto de clemencia!... La reclusión en el in pace, ¿no es así? ¿Las<br />

torturas del hambre, del frío, las correcciones? ¡No, basta de suplicios, de vergüenza, de<br />

desgracia para la inocencia cuando la culpable es poderosa, libre y honrada! ¡La muerte<br />

enseguida, pero la que yo elija; el libre arbitrio para castigarme por haber nacido en este<br />

mundo infame!<br />

Y sin escuchar razones ni súplicas, sin dejar que la detuviesen, luego de rechazar al<br />

conserje, derribar al abate y apartar a la señora Hubert, corrió a un aparador para<br />

apoderarse de un cuchillo.<br />

Las tres personas lograron sujetarla; pero tomando carrera como una pantera a la que los<br />

cazadores han inquietado, aunque no espantado, lanzando alaridos que eran demasiado<br />

terribles para ser naturales, se lanzó hacia un gabinete que estaba próximo a la sala y

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