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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—No sigáis, porque diríais una tontería, y los minutos son preciosos, pues los agentes<br />

de De Crosne, al ver que no regresáis, podrían venir a buscaros aquí.<br />

—¿Aquí? ¿Se sabe que yo estoy aquí?<br />

—Sería una suerte para ellos que lo supieran; yo lo sé, ¿no es así? Entonces continúo, y<br />

como me intereso por vos y os quiero bien, lo demás no debe importaros. Rápido,<br />

lleguemos a la calle D'Enfer. Mi carroza os espera allí. ¿Todavía dudáis?<br />

—Sí.<br />

—Muy bien. Pues vamos a hacer una cosa bastante imprudente, pero espero que os<br />

convencerá. Pasaremos por delante de vuestra casa en mi carroza, y cuando hayáis visto<br />

a esos señores de la policía desde un poco lejos para que no os detengan y desde un<br />

poco cerca para comprender sus intenciones... Entonces comprenderéis la mías y lo que<br />

valen.<br />

Seguidamente llevó a Olive hasta la verja de la calle D'Enfer, subieron a la carroza y De<br />

Cagliostro y Olive se dirigieron a la calle Dauphine, pasando por donde Beausire los<br />

había visto juntos, y quien seguramente habría gritado si hubiera seguido a la carroza,<br />

como Olive lo habría hecho para acercarse a él, para salvarle, si era perseguido o<br />

salvarse con él si quedaba libre.<br />

"Pero De Cagliostro vio a ese desgraciado, distrajo la atención de Olive mostrándole el<br />

gentío que ya se agolpaba alrededor del puesto de vigilancia, y en el mismo momento<br />

en que Olive distinguió a los agentes de la policía y su casa invadida, se arrojó en los<br />

brazos de su protector con una desesperación que hubiera enternecido a otro hombre<br />

que no fuese aquel hombre de hierro. El se contentó con apretar la mano de la muchacha<br />

y ocultarla bajando las cortinillas.<br />

—¡Salvadme, salvadme! —repetía ella con desespero.<br />

—Os lo prometo.<br />

—Si, como vos decís, estos hombres de la policía lo saben todo, terminarán<br />

encontrándome.<br />

—No temáis; en el sitio adonde os llevo, nadie os descubrirá. Si vienen a prenderos en<br />

vuestra casa, no irán a prenderos en la mía.<br />

—¡Oh! —exclamó ella con espanto—, vuestra casa... Vamos a vuestra casa.<br />

—Estáis loca —repuso él—. Se diría que no os acordáis de lo que convinimos. Yo no<br />

soy vuestro amante, y no quiero serlo.<br />

—Entonces, ¿es la prisión la que me ofrecéis?<br />

—Si preferís el hospital, sois libre.<br />

—Vamos —repuso ella aterrada—. Me confío a vos, haced de mí lo que queráis.<br />

La condujo a la calle Neuve-Saint-Gilles, a la casa donde le hemos visto recibir a Felipe<br />

de Taverney. Cuando la dejó instalada, lejos de la servidumbre y de toda vigilancia, en<br />

un pequeño apartamento en el segundo piso, le dijo:<br />

—Tenéis que ser más feliz de lo que lo habéis sido hasta ahora.<br />

—¡Feliz! ¿Y cómo? —dijo ella, con el corazón oprimido—. ¿Feliz sin libertad, sin<br />

poder salir a la calle? Es tan triste todo esto... sin un jardín. Aquí me moriré.<br />

—Tenéis razón —dijo él—, y quiero que no os falte nada; estaréis mal aquí, y mis<br />

gentes acabarán por veros y molestaros.<br />

—O por venderme.<br />

—No lo temáis. Mi gente no vende más que lo que yo le compro, pero para que tengáis<br />

toda la tranquilidad deseable, voy a ocuparme de procuraros otra vivienda.<br />

Olive se mostró un poco consolada por estas promesas. Además, su nuevo apartamento<br />

le gustaba. Veía comodidad y había libros divertidos.<br />

Su protector la dejó sola, diciéndole:

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