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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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verdaderamente la vida. La juventud es el paraíso, es el cielo, lo es todo. Lo que Dios<br />

nos da después no es más que la triste compensación de la juventud. Cuanto más da a<br />

los hombres, una vez que han perdido su juventud, más cree tener que indemnizarlos.<br />

Pero nada reemplaza, gran Dios, los tesoros que esta juventud prodiga al hombre.<br />

—Gilberto también hubiera pensado lo que vos decís —dijo Olive—, pero basta sobre<br />

este asunto.<br />

—Sí. Hablemos de vos.<br />

—Hablemos de lo que queráis.<br />

—¿Por qué huisteis con Beausire?<br />

—Porque yo quería abandonar el Trianón, y era preciso huir con alguien. Me era<br />

imposible vivir más tiempo con Gilberto, sabiendo que podía llegar a ser algo enojoso<br />

para él, un despojo desdeñado.<br />

—Diez años de felicidad por orgullo —dijo el dominó azul—. ¡Sí que habéis pagado<br />

cara esta vanidad!<br />

Olive comenzó a reír.<br />

—¡Oh! Sé bien de qué os reís —dijo gravemente el desconocido—, os reís de que un<br />

hombre que pretende saberlo todo, os acuse de haber sido diez años fiel, cuando vos no<br />

tenéis la menor idea de haber sido tan culpable en algo tan ridículo. ¡Oh! ¡Dios mío! Si<br />

es cuestión de fidelidad material, pobre mujer, sé muy bien a qué atenerme acerca de<br />

ello. Sí, sé que vos habéis ido a Portugal con Beausire, que os quedasteis allí dos años,<br />

que de ahí pasasteis a la India, sin Beausire, con un capitán de fragata que os ocultó en<br />

su camarote, y os olvidó en Chandernágor, en tierra firme, en el momento en que volvía<br />

a Europa. Sé que vos habéis tenido dos millones de rupias de renta en la casa de un<br />

nabab que os encerraba bajo tres verjas. Sé que huisteis, saltando por encima de esas<br />

verjas sobre los hombros de un esclavo. Sé en fin que, rica, porque habéis llevado dos<br />

brazaletes de piedras finas, dos diamantes y tres gruesos rubíes, regresasteis a Francia, a<br />

Brest, donde en el puerto, vuestro genio malo os hizo desembarcar, volver a encontrar a<br />

Beausire, el cual quedó anonadado al reconoceros, tan bronceada y delgada como<br />

llegabais a Francia, pobre exiliada.<br />

—¡Oh! —exclamó Nicolasa—. ¿Quién sois vos, Dios mío, para saber todas esas cosas?<br />

—Yo sé, en fin, que Beausire os llevó con él, os demostró que os amaba, vendió<br />

vuestras pedrerías y os redujo a la miseria... Sé que vos le amáis, por lo menos eso decís<br />

y que, como el amor es la fuente de todo bien, debéis ser la mujer más feliz del mundo.<br />

Olive bajó la cabeza, apoyó su frente sobre su mano y a través de los dedos de esta<br />

mano se vio rodar dos lágrimas, perlas líquidas, más preciosas quizá que las de sus<br />

brazaletes y que, sin embargo, nadie ¡ay! hubiera querido comprar a Beausire.<br />

—Y esta mujer tan orgullosa, esta mujer tan feliz —dijo ella—, vos la habéis adquirido<br />

esta noche por cincuenta luises.<br />

—¡Oh! Es muy poco, madame, lo sé bien —dijo el desconocido con esta gracia<br />

exquisita y esta cortesía perfecta que no abandona jamás al hombre de mundo incluso<br />

cuando habla al más ínfimo de los cortesanos.<br />

—¡Oh! Es mucho, demasiado caro, monsieur. Al contrario; y me ha sorprendido<br />

extrañamente, os lo juro, que una mujer como yo valga todavía cincuenta luises...<br />

—Valéis mucho más que eso y yo os lo probaré. ¡Oh! No respondáis nada porque no me<br />

comprendéis; y después... —agregó el desconocido inclinándose hacia ella.<br />

—¿Y después?<br />

—Y después, en este momento, tengo necesidad de toda mi atención.<br />

—Entonces debo callarme.<br />

—No, por el contrario, habladme.<br />

—¿De qué?

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