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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Muy bien, os voy a decir la verdad, como se debe decir a quien se interesa por<br />

saberla. Que vea vuestro hermano cómo debe resolver una situación tan enojosa. En la<br />

actualidad, el rey no admite el duelo, y si a un duelo le sigue el escándalo, Su Majestad<br />

destierra o hace detener al culpable, y si por desgracia muere uno de los duelistas, el rey<br />

es despiadado. Aconsejad, pues, a vuestro hermano que se ausente durante algún<br />

tiempo.<br />

—Doctor —gimió Andrea—, ¿queréis decir, entonces, que monsieur de Charny está<br />

muy mal?<br />

—Querida mademoiselle, yo os he prometido la verdad. En esa habitación yace un<br />

joven que respira con dificultad. Si no consigo remediar o reducir la fiebre que le<br />

devora..., antes de veinticuatro horas habrá muerto.<br />

Andrea ahogó un grito y sintió que se ahogaba, clavándose las uñas en la carne, acaso<br />

para atenuar con el dolor físico la angustia que le desgarraba el corazón.<br />

—Mi hermano —dijo— no huirá; se ha batido lealmente, y si ha tenido la desdicha de<br />

herir a su adversario ha sido defendiéndose; si le ha matado, Dios le juzgará.<br />

«No ha venido por propio impulso —se dijo el doctor—, sino enviada por la reina.<br />

Veamos si Su Majestad ha llevado su ligereza hasta este punto.»<br />

—¿Cómo ha tomado la reina ese duelo?<br />

—¿La reina? No sé —repuso Andrea—. ¿Qué puede importarle a la reina? Pero espero<br />

que Su Majestad defenderá a mi hermano si se le acusa.<br />

«No soy un psicólogo —se dijo el doctor—, sino un médico. Aunque sé hasta dónde<br />

pueden llegar los nervios y las reacciones humanas. ¿Cómo me voy a mezclar en el<br />

juego de las pasiones y los caprichos de las mujeres?»<br />

—Mademoiselle, os he dicho lo que deseabais saber. Haced que huya o no monsieur de<br />

Taverney; vos y él debéis decidirlo. Mi misión es tratar de salvar al herido..., evitar que<br />

la muerte, que está al acecho, me lo arrebate. Adiós, mademoiselle.<br />

Y sin otras consideraciones, cerró la puerta.<br />

Andrea se pasó la mano, temblorosa, por la frente, y se vio sola, sola ante una espantosa<br />

posibilidad. Le parecía que ya la muerte, de la que acababa de hablar tan fríamente el<br />

doctor, buscaba el quicio por donde entrar, con su blanco y fatídico sudario...<br />

Lívida y helada ante la sospecha de la fúnebre aparición, llegó a su alcoba, y cayendo de<br />

rodillas sobre la alfombra que rodeaba su lecho, gimió con dolor, con pasión, con<br />

trágica esperanza: «Dios mío, Tú no eres injusto, ni eres cruel. Tú, que lo puedes todo,<br />

no dejes morir a ese joven que no ha hecho daño y es tan amado. Dios mío, nosotros,<br />

pobres humanos, creemos en el poder de tu misericordia y temblamos ante el poder de<br />

tu ira. Y yo... yo, que te suplico, he sufrido tantas pruebas sin haber delinquido nunca;<br />

yo, que nunca me he quejado a Ti, ni he dudado jamás de Ti, hoy te ruego, sí, te suplico<br />

la vida de un hombre... No me la niegues, Dios mío, o diré que eres un Dios colérico y<br />

vengativo. Diré... ¡Oh, estoy blasfemando! No me castigues, perdón, ¡perdón!<br />

Perdóname Tú, Dios de la clemencia y de la misericordia».<br />

Andrea sintió que los ojos se le empañaban, que las fuerzas la abandonaban, que todo en<br />

torno suyo temblaba, y un insólito y desconocido estremecimiento se apoderó de ella,<br />

cayendo al suelo como un cuerpo que se resiste a latir.<br />

Cuando volvió en sí, y lo recordó todo, le pareció que se había batido con fantasmas,<br />

volviendo con más dolor de su dolor.<br />

—Dios mío, has sido despiadado, me has castigado, y yo le amo... ¡Oh, sí, le amo! ¿Le<br />

matarás ahora?<br />

LIII<br />

D<strong>EL</strong>IRIO

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