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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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eina, quisiera conocer de qué clase era el amor que se le testimoniaba y si ella seguía<br />

siendo amada después de haber correspondido.<br />

Sentimiento verdaderamente masculino, que era un arma de dos filos y que hirió<br />

dolorosamente al cardenal cuando se volvió contra él.<br />

En efecto, no viendo venir a nadie y sin oír otra cosa que el silencio, como dice el señor<br />

de Delille, temió el infortunado que esta prueba le era desfavorable. De ahí la angustia,<br />

el miedo y la inquietud que le invadían y de los que no se puede tener una idea, si no se<br />

han sufrido esas neuralgias generales que convierten cada una de las fibras nerviosas<br />

que conducen al cerebro, en una serpiente de fuego que se enrolla y estira según su<br />

propia voluntad.<br />

Esta dolencia se hizo insoportable al cardenal; durante medio día envió diez mensajes a<br />

casa de la señora de La Motte y diez a Versalles.<br />

El décimo correo le trajo por fin a Juana, que vigilaba allá abajo a Charny y a la reina y<br />

se gozaba interiormente de la impaciencia del cardenal, a la que pronto debería el éxito<br />

de su empresa.<br />

El de Rohan, al verla, estalló:<br />

—¿Cómo es posible que viváis con esa tranquilidad?... ¡Sabéis que estoy en un suplicio<br />

y vos, que os decís amiga mía, me dejáis en él hasta que llegue la muerte!<br />

—Monseñor— contestó Juana—, paciencia. Lo que yo estaba haciendo en Versalles,<br />

lejos de vos, es más útil que lo que vos hacíais aquí deseando mi llegada.<br />

—No seáis cruel hasta este punto— dijo Su Excelencia, acariciado por la esperanza de<br />

obtener noticias—. Veamos, decidme lo que hacíais allí.<br />

—La ausencia es un mal doloroso, ya se sufra en París o en Versalles.<br />

—Esto es lo que me encanta y os lo agradezco, pero…<br />

—¿Pero?<br />

—¡Me hacen falta pruebas!<br />

—¡Dios mío! ¿Qué decís, monseñor?— exclamó Juana—. ¡Pruebas! ¿Qué significa esta<br />

palabra?... ¿Estáis en vuestro juicio, monseñor, cuando tratáis de pedir a una mujer<br />

pruebas de sus faltas?<br />

—Yo no pido un testimonio para un proceso, condesa, sino una prenda de amor.<br />

—Me parece— dijo la condesa después de haber mirado a Su Excelencia de cierta<br />

manera— que os volvéis muy exigente y además olvidadizo.<br />

—¡Ah! Ya sé lo que vais a decirme..., sé que me tendría que dar por muy satisfecho...<br />

por muy honrado; pero poneos en mi lugar, condesa. ¿Aceptaríais ser abandonado<br />

después de haber gozado de las apariencias del favor?<br />

—¿Apariencias dijisteis?— dijo Juana con ironía.<br />

—Podéis burlaros impunemente de mí, condesa; es cierto que nada me autoriza a<br />

quejarme, pero me quejo...<br />

—Vamos, monseñor, yo no puedo ser responsable de vuestro descontento si para ello no<br />

hay causa o las que existen son frívolas y acaso imaginarias.<br />

—Condesa, no me tenéis la menor compasión.<br />

—Monseñor, no hago sino repetir vuestras palabras y seguir el curso de la discusión.<br />

—Seguid vuestra inspiración en lugar de reprochar mis locuras, ayudadme y no me<br />

atormentéis.<br />

—¿Ayudaros? No creo que haya nada que hacer.<br />

—¿No creéis que haya nada que hacer?— repitió el cardenal acentuando sus palabras.<br />

—Nada.<br />

—Pues bien, señora; tal vez no crean todos lo mismo que vos.<br />

—¡Ay, monseñor! Ya hemos llegado a la cólera y no nos comprendemos. Perdóneme<br />

Vuestra Eminencia que se lo haga observar.

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