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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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enfermos las varillas de hierro que se ajustaban a ciertos agujeros de la cubeta y que<br />

debían servir de conductores más inmediatamente localizados para la acción saludable<br />

del fluido mesmeriano.<br />

Desde el primer momento en que la sesión se iniciaba, cierto calor suave y penetrante<br />

comenzaba a circular por el salón, relajando las fibras un poco contraídas de los<br />

enfermos; crecía por grados del suelo al techo, y pronto se cargaba de perfumes<br />

delicados, bajo el vapor de los cuales se inclinaban, embotados, los cerebros más<br />

rebeldes.<br />

Entonces se veía a los pacientes abandonarse a la impresión voluptuosa de la atmósfera,<br />

y de pronto una música apaciguadora y melodiosa, ejecutada por instrumentos y<br />

músicos invisibles, se extendía como una dulce llama en medio de esos perfumes y ese<br />

calor.<br />

Pura como el cristal, al borde del cual nacía, la música golpeaba los nervios con un<br />

poder irresistible. Se hubiera dicho uno de esos ruidos misteriosos y desconocidos de la<br />

naturaleza que asombran y encantan a los mismos animales; una ráfaga de viento en las<br />

espirales sonoras de las rocas.<br />

Luego, a los sones de esa orquesta, se unían voces armoniosas, agrupadas como un<br />

macizo de flores y cuyas notas, esparcidas como las hojas, caían sobre la cabeza de los<br />

asistentes.<br />

En todos los rostros, que la sorpresa había animado primero, se pintaba poco a poco la<br />

satisfacción física que acariciaba todos los lugares sensibles. El alma cedía, salía del<br />

refugio donde se había ocultado cuando los males del cuerpo la sitiaban, y se dilataba,<br />

libre y gozosa, por todo el organismo; informaba a la materia y se transformaba.<br />

Este era el momento en que cada uno de los enfermos había cogido una de las varillas<br />

de hierro sujetas a la cubierta de la cubeta, y dirigiendo la varilla sobre su pecho, su<br />

corazón o su cabeza, el lugar más acusado de la enfermedad, trataban de aliviarse.<br />

Quien se imagine la beatitud, reemplazando en todos los rostros al sufrimiento y la<br />

ansiedad; quien se represente la relajación sensual de estas satisfacciones que absorben,<br />

el silencio, entrecortado de suspiros, que pesaba sobre la asamblea, tendrá la idea más<br />

exacta posible de la escena que acabamos de esbozar.<br />

Ahora algunas palabras más sobre los actores, los cuales se dividían en dos clases. Los<br />

unos, enfermos poco cuidadosos de lo que se llama el respeto humano, limitado y<br />

venerado por gentes de condición mediocre, pero siempre traspasado por los muy<br />

grandes o por los muy pequeños, los unos, decíamos, verdaderos actores, no habían<br />

acudido al salón más que para ser curados, y procuraban con todo su corazón<br />

conseguirlo.<br />

Los otros, estáticos o simples curiosos, al no sufrir ninguna enfermedad, habían entrado<br />

en la casa de Mesmer como se entra en un teatro, bien porque quisieran comprobar el<br />

efecto que se experimentaba cuando se rodeaba la cubeta encantada o bien porque,<br />

como simples espectadores, querían observar ese nuevo sistema físico y no se ocupaban<br />

más que de contemplar a los enfermos y a los que compartían la curación.<br />

Entre los primeros, entusiastas de Mesmer, consagrados a su doctrina por la gratitud<br />

quizá, se distinguía una joven de esbelta figura, de hermoso rostro, de un aspecto un<br />

poco extravagante, que sometida a la acción del fluido se aplicaba con la varilla de<br />

hierro las dosis más fuertes sobre la cabeza y sobre su epigastrio; esta joven hacía girar<br />

sus bellos ojos como si todo languideciese en ella, mientras sus manos temblaban bajo<br />

esos primeros nerviosos temblores que indicaban la invasión del fluido magnético.<br />

Cuando su cabeza cayó hacia atrás, sobre el respaldo del sillón, todos los presentes<br />

vieron cómo en su pálida frente, en sus labios convulsos y en el bello cuello de mármol<br />

se notaba cada vez más rápido el flujo y reflujo de la sangre.

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