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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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—Tengo la orden de llevar a madame a su casa.<br />

—Pues llevadme —dijo ella, con acento deliberado, sin haber conservado más de un<br />

minuto la inquietud que lo imprevisto de esta proposición hubiera causado en cualquier<br />

otra mujer. El lacayo hizo una seña, y en el acto una lujosa carroza abrió su portezuela a<br />

la dama. El lacayo le gritó al cochero:<br />

—¡Calle Delfín!<br />

Los caballos arrancaron al trote, y una vez llegaron al Pont Neuf, la damita, que<br />

disfrutaba con esta forma de desplazarse, como diría La Fontaine, sintió no vivir más<br />

lejos, en el Jardín des Plantes.<br />

El carruaje se detuvo, bajando en el acto el estribo. El lacayo, bien aleccionado, tendía<br />

la mano para recibir la llave que tenían para entrar en su casa los habitantes de treinta<br />

mil casas de París, los cuales no disponían de palacios ni de portera, ni de suizo.<br />

El lacayo abrió, pues, la puerta, para ahorrar que lo hicieran los dedos de la damita;<br />

después, en el momento en que la vio en el pasillo sombrío, saludó y cerró la puerta. La<br />

carroza desapareció.<br />

«Vaya, vaya —exclamó la joven—. ¡Qué agradable aventura! Es bien galante monsieur<br />

de Mesmer. ¡Oh, qué fatigada estoy! Sin duda él lo había previsto. Es un gran médico.»<br />

Seguidamente se detuvo en el segundo piso de la casa, en un descansillo al que daban<br />

dos puertas. A su llamada abrió una vieja.<br />

—Buenas noches, madre. ¿Está la cena?<br />

—Sí, y ya se ha enfriado.<br />

—¿Está «él» aquí?<br />

—Todavía no, pero monsieur sí ha llegado.<br />

—¿Qué monsieur?<br />

—Uno con el que tienes necesidad de hablar esta noche.<br />

—¿Yo?<br />

—Sí, tú.<br />

El breve diálogo tuvo lugar en una pequeña salita contigua a una estancia que daba a la<br />

calle.<br />

Desde la ventana de la salita se veía indistintamente la lámpara que alumbraba la<br />

estancia, cuyo aspecto era, si no satisfactorio, soportable. Viejas cortinas de una seda<br />

que el tiempo había desteñido, algunas sillas de terciopelo de Utrecht, ya raído, y un<br />

pequeño escritorio con algunos cajones, un viejo sofá amarillo...<br />

No reconoció a este hombre, pero nuestros lectores sí. Era el que agrupó a los curiosos<br />

al paso de la pretendida reina, el hombre de los cincuenta luises dados para el libelo.<br />

Había junto a la chimenea un reloj de péndulo, flanqueado por dos vasos de porcelana<br />

azul del Japón, visiblemente agrietados.<br />

La joven abrió bruscamente la puerta vidriera y se acercó al sofá, en el que vio<br />

tranquilamente sentado a un hombre de agradable rostro, algo obeso, que jugaba con su<br />

bella mano blanca con su rica chorrera de encaje. Ella no tuvo tiempo de comenzar la<br />

conversación. El singular personaje hizo una especie de saludo, mitad movimiento,<br />

mitad inclinación, y fijando sobre la dueña de la casa una mirada brillante y<br />

benevolente, dijo:<br />

—Sé muy bien lo que os estáis preguntando, pero yo os responderé mejor si os<br />

interrogo primero. ¿Vos sois mademoiselle Olive?<br />

—Sí, monsieur.<br />

—Encantadora mujer, muy nerviosa y muy adepta al sistema de Mesmer.<br />

—Llego ahora de su casa.<br />

—Muy bien. Y lo que no se explican vuestros bellos ojos es por qué me encuentro<br />

acomodado en vuestro bello sofá. ¿Me engaño si creo que deseáis saberlo?

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