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EL COLLAR DE LA REINA

El collar de la Reina, libro segundo sobre la revolución francesa de Alejandro Dumas. - 1848

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Al volver al palacio de la embajada, los señores encontraron a Ducorneau que<br />

almorzaba tranquilamente en su oficina. Beausire le rogó que subiera a las habitaciones<br />

del embajador y le dijo:<br />

—Vos comprenderéis, mi querido canciller, que un caballero como monsieur de Souza<br />

no es un embajador ordinario.<br />

—Ya me he dado cuenta —dijo el canciller.<br />

—Su Excelencia quiere ocupar un lugar distinguido en París, entre los ricos y las gentes<br />

de gusto, y la estancia de este mezquino palacio de la calle de la Jussienne le es<br />

insoportable. Por lo tanto, tendréis que buscar una residencia particular para monsieur<br />

de Souza.<br />

—Esto complicará las relaciones diplomáticas; tendremos que ir de un lado a otro<br />

cuando haya recepciones.<br />

—Bah, Su Excelencia pondrá una carroza a vuestro servicio, querido monsieur<br />

Ducorneau —respondió Beausire.<br />

Ducorneau creyó que iba a desvanecerse de alegría.<br />

—¿Una carroza para mí?<br />

—Es lamentable que no la hayáis tenido siempre. Un canciller de prestigio debe tener su<br />

carroza, pero hablaremos de este detalle en el momento oportuno. Ahora demos cuenta<br />

al señor embajador del estado de los asuntos extranjeros. ¿Dónde está la caja fuerte?<br />

—Arriba, monsieur, en el apartamento del señor embajador.<br />

—¿Tan lejos de vos?<br />

—Medidas de seguridad, monsieur; los ladrones tienen más trabajo para entrar en el<br />

primer piso que en el que da a la calle.<br />

—¿Los ladrones? —dijo desdeñosamente Beausire—. Para una cantidad tan pequeña.<br />

—¡Cien mil libras! —dijo Ducorneau—. Caramba, ya se ve que monsieur de Souza es<br />

rico. No hay cien mil libras en ninguna caja fuerte de embajada.<br />

—¿Queréis que hagamos un arqueo? —dijo Beausire—. Tengo prisa por volver a mis<br />

asuntos.<br />

—Al instante, monsieur —dijo Ducorneau.<br />

Las cien mil libras aparecieron en hermosas piezas, la mitad en oro, la otra mitad en<br />

plata.<br />

Ducorneau ofreció su llave, que Beausire miró detenidamente como si admirase el<br />

ingenio del cerrajero, y tomó hábilmente la impresión de la llave con la cera que tenía<br />

dispuesta, sin que se diese cuenta el canciller, al cual se la devolvió diciéndole:<br />

—Monsieur Ducorneau, está mejor en vuestras manos que en las mías; pasemos a las<br />

habitaciones del señor embajador.<br />

Lo encontraron ensimismado repasando una hoja llena de cifras.<br />

—¿Conocéis la cifra de la antigua correspondencia? —preguntó al canciller.<br />

—No, Excelencia.<br />

—Quiero que de aquí en adelante la sepáis, pues así me ahorraréis que yo resuelva<br />

muchos detalles enojosos. A propósito, ¿la caja fuerte? —preguntó a Beausire.<br />

—En perfecto estado, como todo lo que depende del señor canciller —aseguró Beausire.<br />

—¿Las cien mil libras?<br />

—Líquidas, monsieur.<br />

—Sentaos, monsieur Ducorneau; vais a darme unos datos.<br />

—A las órdenes de Vuestra Excelencia —dijo el canciller.<br />

—He aquí el asunto: negocio de Estado, monsieur Ducorneau.<br />

—Soy todo oídos, monseñor.<br />

—Asunto grave, y necesito que me asesoréis. ¿Hay en París joyeros que sean honrados?<br />

—Boehmer y Bossange son los joyeros de la casa real —dijo el canciller.

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