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Viaje del Dr. K. a un sanatorio de Riva<br />
hospeda, en un acceso optimista que posiblemente corresponda a que<br />
su malestar se va aplacando, escribe a Felice, en Berlín, que sin<br />
conceder importancia a los temblores que sentía en su cabeza quería<br />
lanzarse de lleno a la ciudad y a todo aquello que ésta pudiera<br />
ofrecerle a un viajero como él. Que ni la lluvia torrencial que recubría<br />
las siluetas con un barniz uniforme, gris verduzco, iba a hacerle<br />
desistir de su propósito, no, muy al contrario, mucho mejor así,<br />
escribe, así se le lavaría el rastro de los días pasados en Viena. Sin<br />
embargo, casi no hay nada que hable en favor de que aún aquel 15<br />
de septiembre el Dr. K. haya abandonado el hotel. Sí ya en el fondo<br />
era imposible el mero hecho de estar en Venecia, cuánto más imposible<br />
sería para él, que así y todo se encontraba al borde de la disolución,<br />
atreverse a salir con ese cielo acuoso, bajo el que incluso las<br />
piedras se deshacían. De modo que el Dr. K. permanece en el hotel.<br />
Al anochecer, en el crepúsculo del vestíbulo, vuelve a escribir a Felice.<br />
Ya no se menciona que quería ir a dar una vuelta por la ciudad.<br />
En lugar de eso, bajo el membrete del hotel que ostenta unos hermosos<br />
veleros, sólo hay anotaciones sobre su desesperación presu-<br />
rosamente engarzadas. Que estaba solo y que exceptuando al personal<br />
no hablaba con nadie, que la pena en él casi se desborda y que<br />
todo lo que podía decir con seguridad es que se encontraba en el estado<br />
que le correspondía, el cual le había sido imputado por una<br />
justicia supraterrenal que no podría transgredir y habría de seguir<br />
soportando hasta el fin de sus días.<br />
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