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Vértigo<br />
la cama y crucé los brazos debajo de la cabeza. Quedarme dormido<br />
era algo imposible. Desde la terraza subía el ruido de la música y la<br />
algarabía de los huéspedes, en su mayor parte ya achispados, de los<br />
que, como constaté a mi pesar, se trataba casi sin excepción de antiguos<br />
compatriotas. Escuché a suabios, francos y bávaros hablando<br />
de las cosas más indecibles, y si ya me resultaban desagradables estos<br />
dialectos arrellanándose en el idioma alemán de la forma más<br />
desvergonzada, el tener que escuchar las opiniones formuladas a<br />
voz en grito y los chistes de un grupo de hombres jóvenes de mi patria<br />
chica me resultaba un verdadero suplicio. Y de hecho, durante<br />
estas horas de insomnio, no había nada que deseara más fervientemente<br />
que pertenecer a otra nación, o mejor aún, no pertenecer a<br />
ninguna. A eso de las dos de la madrugada se apagó la música, sin<br />
embargo los últimos retazos de conversaciones y gritos no se disiparon<br />
hasta que sobre las elevaciones de la otra ribera no se mostró la<br />
primera franja gris del día. Tomé un par de pastillas y me quedé<br />
dormido cuando los dolores de detrás de mí frente comenzaban a<br />
retirarse como se retira la humedad oscura de la arena paulatinamente<br />
más clara después de la marea.<br />
El 2 de agosto fue un día pacífico. Estuve sentado en una mesa<br />
próxima a la puerta abierta de la terraza, con papeles y apuntes extendidos<br />
a mi alrededor, haciendo líneas de conexión entre sucesos<br />
que distaban mucho entre sí y que a mí me parecían formar parte del<br />
mismo orden. Escribía con una facilidad que a mí mismo me<br />
sorprendía. Una línea tras otra iba llenando las hojas del cuaderno<br />
rayado de escritura que me había traído de casa. Luciana, que atendía<br />
a los clientes detrás de la barra, no dejaba de mirarme con el rabillo<br />
del ojo como si quisiera cerciorarse de que no se me había cortado la<br />
inspiración. Tal y como se lo había pedido, me traía, a intervalos<br />
regulares, un café solo y un vaso de agua. Y también, de cuando en<br />
cuando, una tostada envuelta en una servilleta de papel. La mayoría<br />
de las veces se quedaba un rato de pie, a mí lado, y entablaba una<br />
pequeña conversación, en cuyo transcurso hacía que<br />
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