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Vértigo<br />
Entre él y el tabique que sostenía agarrado con su mano izquierda,<br />
sobre el beige de los trozos de turba apilados, estaba la Romana, con el<br />
cuerpo estirado y los ojos, según pude reconocer al reflejo de la luz de<br />
la nieve, puestos en blanco, como el doctor Rambousek, cuando su<br />
cabeza yacía apoyada sobre la superficie de la mesa. El pecho del<br />
cazador exhalaba profundos gemidos y resuellos, su hálito helado se<br />
elevaba desde la barba y una vez tras otra, cuando la ola le traspasaba<br />
los riñones, empujaba hacia dentro de la Romana, quien a su vez se<br />
sacudía a su encuentro más y más, hasta que el cazador y la Romana<br />
sólo constituían una única forma indefinida. No creo que la Ro-mana<br />
o Schlag hubieran notado nada de mi presencia; sólo me vio<br />
Waldmann, que, atado como siempre a la mochila de su amo, estaba<br />
quieto detrás de este, en la tierra, mirando en mi dirección. Durante la<br />
misma noche, sería eso de la una o de las dos de la madrugada, Sallaba,<br />
el tabernero cojo, destrozó la decoración completa de la taberna.<br />
Cuando por la mañana fui a la escuela, por todo el suelo había<br />
cristales rotos que llegaban hasta los tobillos. Aquello era la verdadera<br />
imagen de la desolación. Incluso la vitrina de cristal nueva giratoria<br />
para el chocolate de Waldbaur, que por su girabilidad me recordaba a<br />
la custodia de la iglesia, había sido arrancada del mostrador y golpeada<br />
por todo lo largo y ancho de la taberna. Fuera, el pasillo no tenía<br />
mucho mejor aspecto. En la escalera del sótano estaba sentada la<br />
señora Sallaba, deshecha en llanto. Por todas partes las puertas estaban<br />
abiertas de par en par, también la enorme puerta de la cámara<br />
frigorífica, construida como si fuera para la caja de caudales de un<br />
banco, desde la que centelleaban las barras de hielo almacenadas para<br />
el verano. Mirando el depósito de hielo abierto o al recordar esta<br />
escena, me venía a la memoria que siempre que entraba con la<br />
Romana en el depósito me había imaginado que, por un descuido, nos<br />
habíamos quedado encerrados ahí dentro, y que, estrechándonos entre<br />
los brazos, nos congelaríamos y abandonaríamos la vida con la misma<br />
lentitud y el mismo silencio con el que el hielo se derrite en el calor.<br />
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