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Vértigo<br />
probando inútilmente unos cuantos picaportes que me parecieron<br />
demasiado altos, en la sala de lectura, inundada por una suave luz<br />
matinal, conseguí dar por fin con un bibliotecario. Era un señor<br />
mayor con cabello y barba cuidadosamente recortados que ya había<br />
empezado a desempeñar sus tareas cotidianas en el escritorio. Llevaba<br />
mangotes de satén negro y unas gafas de media luna de borde<br />
dorado, y en aquel momento hacía renglones sobre una carpeta verde<br />
en sucesivos pliegos de papel. Cuando ya había reunido una cierta<br />
provisión, levantó la mirada de su quehacer y me preguntó cuál era<br />
mi deseo. La declaración de mis deseos llena de preámbulos llevó<br />
mucho más tiempo que la tarea de procurar los medios para su<br />
realización. Así que pronto estaba sentado cerca de una ventana,<br />
hojeando los infolios en los que se habían encuadernado los<br />
periódicos veroneses de las semanas de agosto y septiembre del año<br />
1913. Los bordes se habían tornado tan quebradizos que había que<br />
pasar las hojas con cuidado. Todo tipo de escenas de cine mudo<br />
empezaron a desarrollarse delante de mí. En la Via Alberto Mario vi<br />
caminar a diversos señores de un lado a otro, y a cada uno de ellos, en<br />
el momento en el que se creían observados desaparecer,<br />
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dando un salto meteórico hacia un lado, en el portal del edificio donde<br />
se había instalado la consulta del doctor Ringger, formado en París<br />
y en Viena. En todas las habitaciones de la casa ya estaba sentado<br />
uno de estos señores vestidos, todos ellos, con la máxima corrección,<br />
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