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Vértigo<br />
Aquel día claro de octubre, en el que Ernst y yo, sentados el uno<br />
junto al otro, disfrutamos de esta maravillosa vista, sobre el mar de<br />
follaje flotaba un vapor azul que alcanzaba los muros del castillo.<br />
Ondas de aire se filtraban por entre las copas de los árboles y hojas<br />
aisladas, desprendidas de los árboles, encontraban la corriente de<br />
aire elevándose tan alto, que lentamente se iban ocultando a los ojos.<br />
Ernst se había marchado con ellas, muy lejos. Durante minutos<br />
enteros dejaba hincado el tenedor en su pastel, en vertical. Sellos,<br />
dijo de repente, antes coleccionaba sellos, austriacos, suizos y<br />
argentinos. Después fumó en silencio otro cigarrillo y repitió,<br />
mientras lo apagaba y como asombrado de toda su vida pasada, la<br />
palabra «argentinos», quizá pareciéndole demasiado extranjera.<br />
Aquella mañana no hubiera faltado mucho, creo yo, para que ambos<br />
hubiéramos aprendido a volar, o yo, por lo menos, lo que se necesita<br />
para una caída decorosa. Pero siempre dejamos escapar los<br />
momentos más propicios. Sólo queda añadir que la vista de Greifenstein<br />
tampoco sigue siendo la misma. En la parte inferior del<br />
castillo se ha construido una presa, con lo que se ha rectificado el<br />
curso de la corriente, cuyo nuevo aspecto hará que el recuerdo, en<br />
poco tiempo, se desvanezca.<br />
El camino de vuelta lo hicimos a pie. A los dos se nos hizo demasiado<br />
largo. Cabizbajos, caminábamos uno junto al otro bajo el<br />
sol otoñal. En Kritzendorf las casas parecían no tener fin. De los habitantes<br />
de Kritzendorf no había ní rastro. Todos estaban sentados a<br />
la mesa del almuerzo, haciendo ruido con sus cubiertos y con sus<br />
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