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Vértigo<br />
Saliendo del edificio del consulado, con el documento de mi libertad<br />
de movimientos recién expedido en la cartera, decidí caminar<br />
un par de horas por las calles de Milán antes de seguir viajando,<br />
aunque por supuesto hubiera podido pensar que un proyecto de semejantes<br />
características en una ciudad tal, atestada del tráfico más<br />
espantoso, no suele conducir a nada más que a un vagar desaborido<br />
y una tortura interminable. Aquel 4 de agosto de 1987, bajé la Via<br />
Moscova pasando por S. Angelo, atravesé los Giardini Pubblici<br />
recorriendo la Via Palestro hasta adentrarme en la Via Marina; por la<br />
Via Senato y la Via della Spiga a través de la Via Gesú, anduve un<br />
trecho a lo largo de la Via Monte Napoleone, de la Via Alessandro<br />
Manzoni, por la que finalmente llegué a la Piazza della Scala, desde<br />
donde me dirigí a la plaza de la Catedral. En el interior de la<br />
catedral, permanecí un tiempo sentado, me desaté los cordones de<br />
los zapatos y recuerdo con una claridad aún intacta que de golpe ya no<br />
sabía dónde estaba. Pese a un esfuerzo ímprobo por rendirme<br />
cuentas sobre el transcurso de los últimos días que me habían traído<br />
hasta aquí, de repente ya no era capaz de decir si seguía formando<br />
parte del mundo de los vivos o ya me hallaba detenido en algún otro<br />
lugar. Esta parálisis de mi memoria tampoco cambió cuando subí a<br />
la galería más alta de la catedral, desde donde, bajo una sensación<br />
periódica de vértigo, examiné el panorama oscurecido por el vapor<br />
que pesaba sobre la ciudad que se me había vuelto extraña por<br />
completo. Donde la palabra Milán hubiese tenido que aparecer no<br />
despertaba sino un reflejo doloroso de incapacidad. Como una alegoría<br />
amenazante de la oscuridad que se expandía en mi interior, una<br />
pared inmensa de nubes al oeste ya usurpaba la mitad del cielo, extendiendo<br />
sus sombras sobre lo que parecía un interminable mar de<br />
casas. Se levantó un fuerte viento y tuve que detenerme para poder<br />
mirar hacia abajo, donde la gente se movía sobre la piazza con una<br />
extraña inclinación, como si cada uno de ellos se precipitara en pos de<br />
su fin. Corred presurosos ante el viento, se me pasó por la cabeza, y<br />
al mismo tiempo me sobrevino el pensamiento salvador de que<br />
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