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Vértigo<br />
lo volvían a guardar todo meticulosamente. Al cabo de poco tiempo,<br />
ya había alguno que otro inclinado bajo sus bultos que con frecuencia<br />
les rebasaban más de una cabeza, vagando por entre sus<br />
hermanos y hermanas que aún yacían en el suelo, como si tuvieran<br />
que ejercitarse en las dificultades de la siguiente etapa de un viaje<br />
infinito.<br />
Estuve entretenido con mis apuntes durante la primera mitad de<br />
la mañana, sentado junto a los fondamenta de Santa Lucía. El lápiz<br />
se deslizaba fácilmente sobre el papel y de vez en cuando cacareaba<br />
un gallo que estaba encerrado en una jaula en el balcón de una casa<br />
situada al otro lado del canal. Cuando volví a levantar la vista de<br />
mi trabajo, todas las sombras de los durmientes de la plaza de la<br />
Ferrovia habían desaparecido o se habían disipado, y el tráfico<br />
matinal había dado ya comienzo. De repente, por delante de mí<br />
pasó una barca cargada con montañas de basura, a lo largo de cuyo<br />
borde corría una rata grande que se arrojó de cabeza al agua. No sé<br />
si fue esta escena lo que me hizo tomar la decisión de no quedarme<br />
en Venecia, sino seguir a Padua sin mayor demora y una vez allí ir a<br />
ver la capilla de Enrico Scrovegni, de la que hasta entonces no<br />
conocía más que una mera descripción que trata de la fuerza íntegra<br />
que ostentaban los colores de los frescos del pintor Giotto, y de la<br />
determinación aún reciente que impera en cada paso, en cada<br />
facción del rostro, de las figuras que aparecen proscritas en ellos.<br />
Cuando, recién llegado del calor de fuera que aquel día ya pesaba<br />
sobre la ciudad a horas tempranas de la mañana, estuve en el<br />
interior de la capilla delante de las pinturas murales que se extendían<br />
en cuatro hileras desde la cornisa hasta el borde del suelo, lo que<br />
más me sorprendió fue el lamento silencioso que elevan los<br />
ángeles, suspendidos, desde hace casi setecientos años, sobre la<br />
desgracia infinita. En el silencio de la sala se podía escuchar este<br />
lamento como si de un estampido se tratase. Los mismos ángeles,<br />
en su dolor, habían contraído tanto las cejas, que parecían unir los<br />
dos ojos. ¿Y acaso no son y con diferencia, pensaba, las<br />
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