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Vértigo<br />
gurando una nueva época. Frente al brillo dorado de los cubos de<br />
Sanella todo lo que además había en la tienda de la señora Unsinn, la<br />
harina en el arca, los arenques en salmuera de la lata grande, los<br />
pepinillos en conserva, el enorme bloque de miel artificial semejante a<br />
un iceberg, los paquetes del café de achicoria adornados con florecitas<br />
y el emmental, envuelto en un trapo húmedo, todo ello me parecía<br />
inmerso en un triste estado crepuscular. Yo sabía que la pirámide de<br />
Sanella apuntaba hacia el futuro, y mientras en mi mente la construía<br />
cada vez más y más alta, tanto que casi llegaba al cielo, en el extremo<br />
inferior de la pequeña calle vacía a la que había llegado apareció un<br />
vehículo como nunca antes había visto otro igual. Era una limusina de<br />
color lila, muy amplia, con techo verde claro. Infinitamente lenta y<br />
por completo silenciosa, se acercaba deslizándose, y dentro, al volante<br />
de color marfil, estaba sentado un negro que, cuando pasó a mi lado,<br />
me enseñó sonriendo sus dientes también de color marfil, tal vez<br />
porque yo era el único ser vivo que había visto en su travesía por este<br />
lugar tan apartado de todas las carreteras algo más grandes. Como<br />
entre nuestras figuritas del belén uno de los tres Reyes Magos de<br />
Oriente, y precisamente el de la cara negra, llevaba un abrigo lila con<br />
un ribete de color verde claro, para mí estaba fuera de duda que el<br />
conductor del automóvil que a aquella lóbrega hora del mediodía se<br />
había deslizado junto a mí era en realidad el rey Melchor, y que en el<br />
enorme maletero de su limusina violeta de línea aerodinámica llevaba<br />
consigo un valioso presente de bienvenida y un par de onzas de oro,<br />
una vasija de incienso o un recipiente de ébano repleto de mirra. El<br />
hecho de que creyera en ello con tanta seguridad también se<br />
fundamentaba en que me lo figuré todo hasta el último detalle cuando,<br />
por la tarde, empezó a nevar de una forma cada vez más espesa y, yo,<br />
sentado a la ventana, me quedé observando cómo la nieve descendía<br />
sin interrupción desde lo alto, cubriéndolo todo hasta oscurecerlo, los<br />
montones de leña, el tronco para cortarla, el tejado del cobertizo, los<br />
arbustos de las grosellas, la pila del pozo y la huerta de las enfermeras<br />
de la vecindad.<br />
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